La reforma al sistema penal se aprobó en 2008 para transformar nuestro descompuesto sistema en uno más justo, que garantizara los derechos de víctimas y acusados. Nos propusimos transitar de uno arbitrario y opaco, a uno más eficaz, que proporcionara justicia a un país hastiado por las altas tasas de impunidad. Apostamos por un sistema en el que se escuchara a las víctimas y se llamara a cuenta a los responsables de violar la ley penal, no a personas sin recursos que no pudieron defenderse o fueron torturados; un sistema donde no fuera la confesión del acusado el único sustento de la sentencia. El gobierno federal invirtió más de 4 mil millones de pesos a lo largo de 6 años en este proceso.

Aun no se cumple un año de la entrada en vigor del sistema acusatorio en todo el país. El proceso de transición continúa. Entre otras dificultades, no terminan de consolidarse las prácticas que este nuevo sistema exige de policías y fiscales. Uno de las principales problemas para ello ha sido la implementación paralela del régimen de justicia de excepción para delitos de delincuencia organizada. Esta otra justicia opera con una lógica inversa a la del sistema acusatorio: limita la publicidad y la presunción de inocencia, permite el uso del arraigo (el arresto sin tener que hacer una acusación ante un juez) y maximiza la prisión preventiva (la prisión sin sentencia), entre otros. Nuestros operadores de justicia se mueven, pues, entre lógicas contrarias: en una se les pide más trabajo y transparencia; en otra es como si la reforma nunca hubiera existido, salvo para legalizar las prácticas más cuestionables.

Ante estas lógicas contradictorias, la convicción sobre la necesidad de transformar la justicia parece ir menguando entre nuestros políticos. Hoy el Congreso tiene frente a sí una propuesta de reformas al Código Nacional de Procedimientos Penales, presentada por diputados del PRI, que ampliaría el régimen de excepción a costa del sistema acusatorio. Se propone, por ejemplo, aumentar el catálogo de delitos que usarían la prisión preventiva de manera oficiosa. Se autorizarían dilaciones en la puesta a disposición ante la autoridad judicial por parte del ministerio público (hasta de 96 horas) cuando se sospecha de delincuencia organizada. (Es justo durante este periodo que las confesiones arrancadas mediante tortura se presentan con mayor frecuencia). Igual de grave, con estas modificaciones se facultaría a las autoridades que realizan la detención a poner a los detenidos a disposición de un ministerio público distinto al del lugar donde se realizó la detención cuando se trate de delincuencia organizada. Con ello no sólo se autoriza que las personas detenidas estén bajo custodia policial más tiempo sino que se faculta a policías, militares o marinos que califiquen los delitos (serían ellos quienes decidirían si se trata de “delincuencia organizada), convirtiéndolos de facto en fiscales.

La propuesta de reformas muestra la ambivalencia frente al tipo de justicia penal que debemos impulsar. Apostamos por un proceso penal acusatorio y abierto, pero al tiempo optamos por uno discrecional que cueste poco. Queremos más derechos, pero no más trabajo para policías o fiscales. Queremos un sistema garantista, pero es más fácil y barato torturar a alguien hasta que confiese o señala a otro como responsable, que investigar con seriedad. Queremos un sistema que permita el esclarecimiento de hechos, pero también las herramientas que permitan al Estado controlar a ciertas poblaciones —pobres, jóvenes— por cualquier medio. En esta ambivalencia, no resulta tan importante cambiar las prácticas abusivas o ilegales, ni mejorar las instituciones de procuración de justicia. No hace falta cambiar el sistema, sino ampliar las excepciones, para decir que cambiamos, pero poder seguir igual.

División de Estudios Jurídicos CIDE

@cataperezcorrea

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