En los primeros días de 1959, el fotógrafo Burt Glinn inmortalizó el arquetipo del guerrillero encarnado en Fidel Castro Ruz. El revolucionario, barbudo y diletante, había luchado por más de una década en contra del despotismo de Fulgencio Batista y arribaba a La Habana ante el júbilo de sus seguidores. Ungido por la izquierda latinoamericana e internacional, Castro logró mimetizar su figura de combatiente trashumante con la de máximo mandatario de Cuba.

Los meses posteriores a su triunfo fueron de fervor y entusiasmo. La sociedad confió su destino a los nuevos líderes, y la intelectualidad insular no fue la excepción. Guillermo Cabrera Infante fue testigo privilegiado del empoderamiento de Castro, primero como editor del periódico oficial y luego como integrante de su séquito en los viajes por el continente americano, en los que fungió como propagandista de un régimen que se proclamaba a sí mismo original y democrático. También fue corresponsal de guerra en la fallida invasión de Bahía de Cochinos de 1961 y, a su regreso a la capital, supo de las primeras “conversaciones con los intelectuales”, en las que se determinó, por conveniencia a la causa, que la libertad de expresión no debía contravenir los ideales revolucionarios.

Cabrera Infante se planteó que, en una sociedad que se decantaba por un comunismo cínico y rampante, el único lugar posible para la crítica se hallaba en la ficción. Así lo dejó entrever en su libro Un oficio del siglo XX, el cual, por su tono subversivo, además de distanciarlo de Castro, lo condenó a un destierro gradual. Emigró a Europa, primero como funcionario cultural de segundo orden y después como disidente. Volvió una última vez a su país en 1965, sólo para cerciorarse de que la miseria, la contradicción y el individualismo habían corrompido hasta la médula las esperanzas de libertad y progreso que habían incubado la insurrección contra Batista.

En 1968, Cabrera Infante rompió el silencio y señaló a Castro como uno más de la genealogía de caudillos latinoamericanos promotores del culto a la personalidad. El gobierno cubano lo declaró traidor y él dejó para la posteridad una de las grandes postales del demiurgo de la revolución: “mi biografía ha sido escrita, de una manera o de otra, por Fidel Castro y sus escribanos de dentro y fuera de la isla”.

Otro ejemplo contundente de las defenestraciones castristas fue la de Reinaldo Arenas, quien pasó de militante a repudiado por su prosa libertaria y sexualizada. Los excesos en su contra se acentuaron a causa de su homosexualidad. En Antes que anochezca, Arenas describió la minuciosidad con que Castro fue absorbiendo todas las instancias del poder.

El caso de Heberto Padilla, narrado por Arenas, fue paradigmático hacia la consolidación de la Cuba castrista en un país totalitario. Padilla, quien fuera un escritor orgulloso de sus discrepancias con la autoridad, fue considerado una amenaza a partir de su éxito internacional y de sus constantes desafíos a las comisiones represoras. Con el fin de infundir temor en la comunidad artística y dar un escarmiento, Padilla fue detenido a principios de 1971. Después de un mes en confinamiento compareció ante la Unión de Escritores y Artistas Cubanos, donde confesó sus “crímenes contrarrevolucionarios”, se arrepintió de todo lo que había escrito y, en un giro siniestro, delató a sus colegas insumisos y los exhortó a retractarse. Arenas recordaría esa noche como la trágica consumación del destino de una cultura devorada por el absolutismo.

Fidel Castro, el hombre que pasó años en la Sierra Maestra conversando sobre las libertades civiles y adiestrándose en la igualdad, dilapidó su legado al paso de los años. La historia lo juzgará como un romántico libertador, la moral le asignará el mismo epíteto que Trotsky dirigió a Stalin: el sepulturero de la Revolución.

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