La Feria Internacional del Libro de Guadalajara, una de las más grandes del mundo, celebró su trigésima edición. El balance de resultados es positivo, aunque no necesariamente alentador.

Desde 1987, la FIL comenzó su aventura. En 1993 se adoptó la modalidad de dedicarla a un lugar determinado, siendo Colombia la primera invitada. Muchos han sido los momentos inolvidables vividos en tierra tapatía, como la inesperada visita de Salman Rushdie envuelta por el sensacionalismo de la persecución, sobre la que Juan Villoro escribió: Los lectores tienen la mente poblada de los rifles de alto poder y los coches bomba que pueden acabar con la vida del autor y buscan en cada párrafo una clave que explique la amenaza. Forman parte de los anales del evento los debates con la familia de Juan Rulfo por el nombre del premio que otorga la feria, los abucheos a Sari Bermúdez en su despedida del Conaculta y, por supuesto, la ridícula respuesta de Peña Nieto cuando se le preguntó por los tres libros que marcaron su vida.

Es cierto que la FIL fue durante muchos años un oasis para los amantes de la literatura, pues además de una variada oferta editorial, brindaba a los asistentes una tribuna abierta a la reflexión, al tiempo que favorecía la interacción entre lectores y escritores, pues ponderaba el diálogo por encima de la comercialización.

He acudido a la feria desde el 2003. Al paso de los años, tuve oportunidad de charlar con Pamuk, Muller, Le Clézio, Vargas Llosa, Morrison y García Márquez, todos ellos ganadores del Premio Nobel. También pude compartir un tequila con Joaquín Sabina, aprender de fútbol con Fontanarrosa y escuchar mariachi acompañado del juez Baltasar Garzón.

Sin embargo, la FIL ha experimentado un gradual decaimiento. En principio, la industria editorial ha pujado para tener mayor protagonismo en la organización, logrando que sus best sellers se adueñen de los foros, y cada vez es más común encontrarse con youtubers y otros personajes de medios alternativos que con escritores. Muestra de lo anterior son las mesas de discusión, en las que abundan las recomendaciones acríticas y los elogios autocomplacientes.

Además, el perfil de los visitantes se ha modificado, pues los lectores han cedido la estafeta a las hordas de jóvenes que acuden sin saber muy bien por qué, quizá por imposición de alguno de sus profesores trasnochados, devotos del “fomento a la lectura”, o movidos por un deseo de novedad que rara vez tiene su origen en los libros. Asimismo, llama la atención el incremento en los precios y lo escueto de los catálogos, por lo que resulta más rentable para el grueso de la población acudir a una librería.

Otro hecho que obró en contra del prestigio de la FIL y de su premio fue la férrea defensa que el jurado hizo de Bryce Echenique, autor galardonado en 2012, pese a las acusaciones de plagio que pesaban en su contra. La polémica derivada de su elección provocó suspicacias que pusieron en jaque la legitimidad del reconocimiento y de sus otorgantes.

Todas las circunstancias expuestas han ido alejando a la comunidad lectora de la capital jalisciense. Atraerla nuevamente requerirá de múltiples esfuerzos compartidos: el de los administradores, para generar un espacio transitable; el de los editores, para ofrecer un equilibrio entre presentaciones de libros y conferencias magistrales, y el de todos los concurrentes, para reconstruir un foro atractivo a las grandes inteligencias de nuestra contemporaneidad.

En lo que a mí respecta, he ido inventando mi propia FIL en sedes alternas, hoteles, restaurantes y salas de abordaje, sitios en los que autores de toda ralea dejan parte de sí en el ámbito de la cotidianidad, que es también el de la memoria.

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