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Llegamos a las Bolas de Peñascosa, en el valle de Coshise en Arizona, al final del día. Es un lugar tan remoto que aunque volamos de Nueva York a Phoenix, el viaje terminó costándonos más de 12 horas, entre el avión, las carreteras y los caminos de terracería. Llegamos tan tarde porque habíamos tenido que hacer una compra abundante. El correo electrónico que nos devolvieron cuando rentamos la casa en que nos quedaríamos por diez días enfatizaba que estaba a 25 minutos de Sunsites, el pueblo más cercano, en el que no hay más que una gasolinera y a más de una hora de un supermercado, en el pueblo de Willcox. La señal de celular se termina unos 20 minutos antes de llegar al paraje.
La casa que alquilamos fue, en el siglo XIX, la construcción principal de una granja. Fue abandonada por sus inquilinos en la parte final de la guerra Apache y se quedó sola hasta que las Peñascosas fueron incluidas en el parque nacional Coronado y fue remozada para albergar a los rangers que cuidaban de él. Ahora se la rentan a turistas desesperados por un espacio de paz y silencio. Es un edificio histórico, de piedra y troncos, en medio de la nada. Mis hijos menores, mi mujer y yo, habíamos conocido la sierra de Peñascosa el año anterior en un viaje de bárbaros en el que recorrimos todo el sur de Estados Unidos manejando de Este a Oeste. De todos los sitios por los que habíamos pasado éste nos pareció el más deslumbrante y ajeno, casi Marte. El grande no había ido a ese viaje porque no quiso.
Ya nadie le llama Las Peñascosas a la cadena de montañas en que termina el valle de Cochise. Los mapeadores del ejército estadounidense la rebautizaron como las Dragoon Mountains en el siglo XIX y el nombre es tan sugerente que se quedó. Es una sierra discreta de tamaño --tiene unos 40 kilómetros de largo y su pico más alto tiene poco menos de 2 mil 300 metros de altura--, pero no de figura: sería otra hilera de cerros en el camino si en su centro no hubiera una montaña despedazada por un cataclismo que debe haber sido magnífico. La cicatriz que dejó la explosión del pico central del macizo consiste en una serie de domos y peñas gigantes y rojas, tan raras, que cuando el conquistador Zúñiga las registró por primera vez en una lengua europea, no encontró un sustantivo mejor para describir la montaña que la palabra “bolas”. Y eso es: unas bolas de piedra que no se entiende qué hacen ahí, partiendo un valle que sin esa rotura sería otro cualquiera. Viendo hacia el Este, la montaña rota, llamada hoy en día Cochise Stronghold –el Fuerte de Cochise—, es un edificio descomunal de piedras apiladas. Parándose en su sima, lo que se otea en la misma dirección es un reguero de canicas gigantes que se adentran en otro valle formando un desfiladero como de otro planeta, hostil. El pasaje se llama Cañón Texas porque por ahí corría –corre aún—el viejo camino a El Paso del Norte. Si uno sigue las piedras hacia el Oeste, llega al pueblo de Tumbstone. El asesino Wyatt Erp, obsesionado por vengar la muerte de sus hermanos, solía llevar a sus víctimas a las soledades del Cañón de Texas para torturarlos y asesinarlos a sangre fría.
Llegamos ya un poco tarde, cuando el sol ya se había puesto detrás de la montaña. El detalle de sus pedregales y anfractuosidades un tanto perdido por la penumbra que se iba alzando desde la tierra a una velocidad consistente. Los ritmos geológicos de La Apachería se parecen más a los del sur del hemisferio que a los del resto del país que terminó tragándosela en su paso furioso rumbo a la costa del Pacífico. La noche no llega aurea y demorada, como en Nueva York o Chicago, sino de golpe y triste, como en la ciudad de México. Limpiamos las habitaciones, revisamos la cocina y desempacamos la comida. Los niños eligieron sus camas y sus cajones, vaciaron su ropa. Yo barrí el porche –lleno de bichos muertos y vivos, de cacas de ratón y murciélago– y los nenes arrimaron el mobiliario y lo trapearon –una de sus actividades preferidas en nuestros viajes cuando son de locos. El mayor, un poco asombrado con la mecánica militar del sistema de ocupación de espacios que habíamos desarrollando los otros cuatro miembros de la familia durante el viaje del año anterior, se sustrajo. Se destapó una cerveza y salió al campo. Me pareció que estaba decepcionado: sabrá Dios qué le habíamos prometido, pero lo que le estábamos entregando era más bien unos días sin iPhone.
Durante la cena se animó a preguntar. ¿Y por qué venimos a este lugar? La nena se apresuró a decirle que porque yo estoy investigando la historia de los indios chiricahua, y también para jugar a los apaches. Corrió a su habitación para sacar del cajón en que había guardado sus pertenencias el arco y flechas de plástico que le habíamos comprado en el supermercado. Mi hijo mayor soltó aire por la nariz, como hace siempre que va a decir algo fuerte. Yo creo que vienen porque les recuerda México, dijo. Reconocí en su sonrisa ladeada una compulsión rara, que padece desde niño: le irrita lo que no entiende. Esto era México, le dijo su hermano, orgulloso del conocimiento adquirido durante el viaje del año anterior. Claro, le respondió con una condescendencia dulce, pero es igualito a Tepoztlán.
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