Sonaría como un despistado profesor argentino si dijera que la Sierra Madre Occidental, donde “El Chapo” Guzmán generó su leyenda y muy probablemente esté escondido, se parece al subconsciente del territorio NAFTA. Pero hay algo en la belleza abismal de ese territorio, en la potente hibridación de culturas que ha producido, que hace que uno de los pocos puntos de acuerdo absolutos entre los gringos y los mexicanos sea la fascinación mutua por ese espacio y los fugitivos que lo han elegido para resistirse a llevar la vida ordenada y productiva que demandan los industriosos valores capitalistas que han regido la vida de ambos países desde su fundación. Francisco Villa y “El indio Gerónimo”, los dos maestros del escape más altos que ha producido México, volvieron locos a ambos países desde sus escondites en la Sierra Madre Occidental. Era ahí donde mejor ejercían el narcisismo desbordado que les permitió convertirse en leyendas, haciendo de sus fugas y asaltos un espectáculo internacional.

En marzo de 1916, Francisco Villa atacó Columbus, Nuevo México y fue capaz de resistir una operación militar de gran escala del ejército estadounidense durante 11 meses —hasta febrero de 1917. Fue John J. Pershing el general que lo persiguió utilizando casi 4 mil hombres y la tecnología de punta de su tiempo. La Expedición Punitiva fue la primera operación militar en la historia en que se hicieron reconocimientos aéreos y la primera en que las tropas fueron transportadas por camiones. Al lado de este desplante de modernidad, Pershing supo, también, recurrir a los clásicos. Su cuerpo militar incluía 25 buscadores apaches para localizar los sitios desde los que Villa y el puñado de hombres que lo acompañaban montaron una vez tras otra humillantes ataques guerrilleros de los que el caudillo siempre salió airoso. Pershing nunca estuvo ni cerca de atrapar a Villa; el hecho de que la Expedición Punitiva se le encadenó con la partida rumbo a Europa y la Primera Guerra Mundial le permitió evitar el ridículo. Villa, por supuesto, nunca fue extraditado.

30 años antes, en la misma Sierra Madre, “El indio Gerónimo” había resistido los ataques combinados de los ejércitos estadounidense y mexicano durante todo un año, hasta que se rindió, de dientes para afuera, en marzo de 1886. Se rindió ante un militar gringo y no ante uno mexicano, porque si los soldados sonorenses lo hubieran agarrado lo habrían colgado en caliente. El general George Crook tuvo la fortuna de encontrar el campamento de los apaches en rebeldía —los Chiricahua, se llamaban a sí mismos— mientras los guerreros andaban asaltando un rancho en Sonora. Secuestró sus reservas de comida y a sus familias. Cuando Gerónimo y sus hombres volvieron —“los 36 mejores ejemplares humanos que he visto en mi vida”, dijo de ellos el agregado de prensa del comando gringo— aceptaron rendirse, mediante unos términos entre pícaros y geniales. Se entregarían sólo si les permitían autodeportarse. El general Crook necesitaba urgentemente la victoria política que significaba haber sido el captor de Gerónimo, de modo que aceptó. Los Chiricahua cumplieron su palabra, pero se tardaron tanto en llegar a la frontera que, para cuando lo hicieron, Crook ya había sido removido de su cargo. Además, Gerónimo apareció en los Estados Unidos con 300 reses robadas en Sonora con las que, dijo, planeaba fundar un rancho ganadero para la reservación. El hecho generó un incidente internacional embarazosísimo para el gobierno de Washington.

Los grandes bandidos de la Sierra Madre tienen la habilidad de dominar la imaginación de sus contemporáneos. Suman las fantasías que nos producen insomnio a los miedos que nos despiertan de noche. Cuentan con un don para transformar sus actos en un espectáculo y trabajan sobre nuestra memoria grupal: tememos a las pesadillas no por su contenido terrible, sino porque regresan y regresan y regresan.

La ciudad de México, como Chicago, Guadalajara, Tijuana o Nueva York son todas metrópolis lo suficientemente grandes, diversas, inteligentes y corruptas para producir a campeones del crimen, pero los verdaderos bandidos, los que nos han fascinado por generaciones, se asientan en un territorio mítico e impenetrable para todos los demás. Me parece que esa es la carta que está jugando, en la infinita vanidad que creo que al final lo va a perder, “El Chapo” Guzmán. No sé si sea posible agarrarlo si opta por esconderse en la Sierra Madre. Sin duda, sus venturas y desventuras nos horrorizarán y fascinarán por un tiempo, pero no tiene ni la agenda social ni la lista de reivindicaciones políticas de sus antecesores; no lo sostiene más ideología que el noeliberalismo salvaje —que comparte con los agentes del gobierno y la banca internacional; es su gemelo siniestro. Por más espectaculares que sean los desplantes que le veremos hacer, no tiene estatura para ser lo que quiere —una figura míztica— y no lo que es: el millonario con menos escrúpulos de la lista de por si desescrupulada de Forbes.

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