Me arriesgo a proponer una primera, borrosa teoría sobre Yakarta, de Rodrigo Márquez Tizano: pasados los primeros amagos de interpretación literaria de la nueva violencia mexicana —novelas en que había narcos y policías actuando como narcos y policías—, los escritores más jóvenes están encontrando vías formales para dejar de describirla y, más bien, preguntarle cosas, problematizarla —si se me perdona el argentinismo.

Yakarta, de Rodrigo Márquez Tizano, es una novela inserta en la generosa tradición global de las narrativas de la cuarentena. Obras como La Peste, de Albert Camus; La cruzada de los niños, de Marcel Shwob; Salón de belleza, de Mario Bellatin, o el Nosferatu, de Wener Herzog, han revisado el estado de excepción que se genera en un territorio enfermo y puesto en perspectiva los problemas de su tiempo utilizándolo como metáfora.

En la novela de Márquez Tizano hay muchas líneas narrativas, pero es el encadenamiento de dos de ellas el que marca el orden del libro: un hombre cuenta, en episodios alternados cuidadosamente, parte de su infancia y juventud en un territorio que podría llamarse El Charco y sus trabajos, varios años más tarde, cuando sirvió como exterminador de ratas durante una plaga que dejó a la zona sin niños. El juego de espejos generado por los episodios concatenados discute el problema de la responsabilidad de los agentes inactivos de una sociedad en la que ya nadie es inocente. La novela de Márquez Tizano es, en ese sentido, política y arriesgada: la diferencia entre triturar a palos al gordito de la escuela y torturar a los miembros de la banda enemiga, ¿es de grado o de principio? ¿Quien le prendería fuego a un perro callejero de niño, luego se lo prendería a un hombre? No sé, el autor tampoco, pero hacer la pregunta que arde es el trabajo del escritor.

Márquez Tizano es un lector agudo que ha devorado a sus ancestros. Yakarta, además de una novela poderosa, es un libro caníbal: contiene su propia biblioteca de referencias textuales y estilísticas. Leerla es también un juego: sentarse a pensar qué viene de dónde. Y el gusto del autor es refinado y poco obvio: están los buenos y no está Bolaño —que era buenísimo, pero ha resultado tan castrante para los nuevos narradores como lo fue Cortázar para los autores de los 70 y 80.

La relación del autor con el lenguaje es, además, ligera e inteligente: el libro está preñado por el demonio de la destrucción que habita al español de México. Dice que los pescadores se reúnen en el malecón “para perjudicarse con caña” y señala que tal defecto está “enlosándole el spleen” a un personaje. Hay una imaginación de bárbaro iluminado en su manera de adjetivar: el Gordo Muñoz es “masa sin levadura, todo lonjas y suéter agruyerado”; un grupo de desplazados es un “contingente de pelo, carne y gelatina”, y una monja dormida “una morsa rellena de poliuretano”. Hay también una sabiduría de viejo en su punto de vista: describe la infancia como un periodo en el que “aún creíamos en la suerte como un privilegio” y la fe como “la inquilina natural de los salones de usos múltiples”.

En una novela que regresa después de haber sido leída, la meditación sobre un asunto que está en la nube que todos compartimos es solamente el territorio que permite que se genere empatía entre los lectores y el autor: el lugar de la política. Pero no hay que saber nada de la turbulenta relación entre Stalin y Bulgakov para encontrar admirable El maestro y Margarita ni hay que ser antisemita y homófobo para sincronizar con Los Sueños, de Quevedo. Lo que hace que un libro se quede rebotando en la mente del lector está en un sitio más remoto. Hay algo nuevo e inquietante en Yakarta que me hace pensar que terminará siendo importante: hay un lenguaje carismático, una conversación con los difuntos que le garantiza cierta permanencia. Hay metáforas densas y una forma meticulosamente construida; hay una habilidad notable para la manipulación de universos emocionales —uno se parte de risa en una página y de angustia en la siguiente. Hay una voz segura, firme, que se arriesga todo el tiempo. Yakarta es una novela espléndida en su contexto, pero tal vez lo que tiene de más importante esté, todavía, fuera de ella: anuncia a un escritor que trae vuelo.

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