“Distrito Federal”, como “Estados Unidos de América” o “República Oriental del Uruguay” es, cuando mucho, una descripción, no un nombre. Había algo que me gustaba muchísimo en el hecho de que la ciudad que marcó mi identidad, porque crecí en ella, no se llamara de ninguna manera. Me gusta que los lugares se llamen con adjetivos, como “Sonora” o “Colorado”, pero más todavía que renuncian a llamarse. El DF era así: una ciudad sin nombre, una ciudad para quien llegara con sus valijas.

Nosotros llegamos durante los estertores de los años 60 —yo tenía unos meses, de ahí que nunca haya tenido una identidad distinta que la chilanga—. Veníamos siguiendo ese imperativo soterrado que es el currículum de nuestros padres: a don Jorge le ofrecieron un mejor trabajo en la capital y lo tomó. Tuve tíos, primos, que nunca terminaron de hallarse en el DF y que se fueron tan pronto pudieron. Mis padres tuvieron, durante nuestra infancia, una relación más complicada con la ciudad. La adoraban y temían al mismo tiempo, la veían, creo, como un deber al que había que aferrarse por las oportunidades que ofrecía para sus hijos: íbamos a buenos colegios que no costaban tan caros como en otras ciudades, había una cartelera de teatro que no nos terminábamos nunca, había Sinfónica y Filarmónica; había toros —se les consideraba cultura por entonces, no sé ahora—; no fallábamos en las retrospectivas grandes de los museos, que durante nuestra infancia y adolescencia fueron, además, proliferando —de pronto abrió el Rufino Tamayo; de pronto el prodigioso Centro Cultural de Arte Contemporáneo, que luego se desvaneció en la miseria de sus dueños—; los fines de semana íbamos rigurosamente a la Librería de Cristal de la calle de Amores, en la que nos compraban a cada uno un libro que tenía que leer en la semana para tener derecho al siguiente. Mis padres eran de pueblo. Ninguno de los dos pertenecía a una élite cultural o económica que se diera el lujo de ser más o menos culta. Eran lectores, eso si. No los unía al DF, como decía Borges de Buenos Aires, “el amor, sino el espanto”; debe haber sido por eso que lo quisieron tanto.

En el DF a mi nunca nadie me jodió por haber nacido en otra ciudad; los primos de otras latitudes, en cambio, nos jodían sin parar por ser chilangos. Era una condición rara: el DF de los años 70 no era un sitio del que uno se sintiera orgulloso: era horrible, tenía poquísimos árboles, su clase media estaba dispersa y carecía de una identidad. La gente no gozaba el lugar en que vivía, se lo mancaba porque ofrecía buenas oportunidades. Fueron esos primos resentidos contra una abstracción los primeros en informarme que, tal vez, uno pudiera estar orgulloso de vivir en la capital.

En mi infancia nunca jamás escuché a nadie llamar al DF “ciudad de México”. Hubiera sido ridículo, como decir que uno es de los Estados Unidos Mexicanos. Entonces, algo cambió. Los historiadores recogerán en el futuro datos más certeros sobre la transformación de la conciencia capitalina a fines del siglo XX. Yo cuento mi historia. La primera vez que escuché hablar de la ciudad de México por ese nombre, fue en un sitio inesperado: una estación de radio, Rock 101. “Desde la ciudad más grande del mundo…” decía el promo de la estación, y había en la voz del locutor, cuando lo decía, un sabor y una entonación que remitía no a tamaño, sino a grandeza; algo de brasileño y no de mexicano.

Fue la generación que escuchaba Rock 101 la que acabó tramitando, en alianza con las izquierdas de entonces, todavía dignísimas, nuestro derecho a elegir un gobernante y una asamblea con representantes populares —ellos discutieron con el presidente, nosotros salimos a la calle. Es también la que ha hecho de la capital una ciudad global, un poco más habitable y un poco más guapa, mucho más progresista e inclusiva.

Supongo que es lógico, entonces, que esa generación haya decidido, finalmente, bautizar a la ciudad en la que habita. Hace tiempo ya que le decíamos ciudad de México, como si el DF fuera algo antiguo y bochornoso. No está la cosa para azotarse: al final, la operación magnífica, se redujo a poner en altas una c que estaba en bajas: el parto de los montes. Me da, en todo caso, un poco de tristeza. Me gustaba el cochinero de la ciudad sin autoestima; me gustaba que la rabia de los primos no tuviera fundamento más que en sus convicciones; me gustaba ser de un lugar que no tenía ni nombre.

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