Tanhuato, Michoacán, al 22 de mayo: 3 horas de balacera, más de 2 mil casquillos percutidos, un helicóptero de combate (tal vez dos), 42 presuntos delincuentes muertos, un policía abatido y un debate furibundo sobre el uso legítimo de la fuerza letal.

Y en esa discusión, han surgido voces que equiparan los cuestionamientos a los métodos de la Policía Federal con un respaldo a los delincuentes. También, y tal vez peor, se han levantado opiniones que ven en la regulación del uso de la fuerza una exquisitez para intelectuales, algo propio para países escandinavos, no para México, no para el combate contra delincuentes armados hasta los dientes.

Ambos argumentos son notoriamente falsos. El control del uso de fuerza tiene como primer beneficiario a los propios policías y militares. Entre otros propósitos, busca evitar que los agentes del Estado enfrenten situaciones de riesgo innecesario y que los jefes envíen a la tropa al matadero. Muchas vidas de policías y soldados se han perdido por no seguir reglas y protocolos.

En segundo lugar, va una obviedad que pasa inadvertida cuando se discuten estos temas: el uso de la fuerza es un costo. Implica gasto en personal, suministros y equipo. Por simple lógica contable, es en el interés de las agencias de seguridad obtener un máximo de disuasión con un mínimo de fuerza. Es en beneficio del Estado que los delincuentes se rindan a la primera, sin tirar bala. Pero eso no sucede si los criminales perciben que hay una campaña de exterminio. Si, en su percepción, rendirse equivale a someterse a torturas salvajes o ponerse en riesgo de ejecución, no van a soltar las armas. Van a combatir hasta la última munición y el último suspiro. Entonces, paradójicamente, los excesos acaban reduciendo la capacidad disuasiva del Estado y obligan a usar más fuerza que la requerida cuando se respetan los protocolos.

En tercer lugar, la eficacia de las fuerzas de seguridad depende crucialmente de su legitimidad. Si las autoridades son percibidas como un ejército de ocupación, vuelan a ciegas: la población no se va a acercar a ofrecerles información indispensable para hacer su trabajo y no va a cumplir la ley, salvo bajo amenaza. Si en cambio, son vistas como los agentes legítimos de la voluntad colectiva, la cooperación de la sociedad se vuelve habitual. Pero, la legitimidad no puede existir cuando la autoridad se ejerce arbitrariamente, cuando no está sujeta a reglas y controles. Normar el uso de la fuerza no es hacer un favor a los delincuentes. Es proteger la reputación de la policía y de las fuerzas armadas, es demostrarle a la población que hay diferencias, que hay buenos y malos. Resguardar la legitimidad del Estado no es idealismo, es pragmatismo puro.

Por último, nos guste o no, México es signatario y parte de un régimen internacional de protección de los derechos humanos. En un tenor colectivo, eso implica que los abusos hacen peligrar la indispensable cooperación internacional en el combate a la delincuencia organizada. Por diversos mandatos legales, muchas agencias de otros países se ven limitadas para colaborar con cuerpos de seguridad implicados en violaciones a derechos humanos. Pero, en un plano individual, significa que lo que agentes de seguridad mexicanos le hagan a mexicanos en territorio mexicano puede acabar siendo juzgado en un tribunal extranjero o, incluso, en la Corte Penal Internacional ¿Quieren correr ese riesgo los jefes policiales o militares? ¿Quieren pasar el resto de su vida con la amenaza de un proceso en el extranjero?

En resumen, la regulación del uso de la fuerza no es un lujo, es una necesidad del Estado. Existe para proteger a policías y soldados, no defender a criminales. Existe para garantizar la eficacia colectiva y la legitimidad de las fuerzas del orden. Existe porque es el boleto de entrada al mundo moderno. Y cuando se viola, hay que tratar el hecho como lo que es, como un ataque al interés superior del país.

Analista de seguridad.
@ahope71

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