Alguien me dijo en alguna ocasión que los países huelen. Y es cierto.

Por lo que me dicen, España huele a aceite de oliva y a cigarro. Yo no puedo distinguirlo pero es muy probable que sea así.

Recuerdo el olor de Gran Bretaña. Es una mezcla de carbón con vanguardismo y novedad.

Alemania y Suiza huelen a mantequilla y quesos. Recuerdo perfectamente el olor de los países nórdicos. Pareciera que permanentemente uno está comiendo salmón.

Ya no puedo oler a México porque hace muchos años que me acostumbré. Sin embargo, en mis primeros viajes, hace ya mucho tiempo, recuerdo el olor muy poderoso a taco.
Entraba en los pulmones e irradiaba el resto del cuerpo. Lamentablemente ya no lo percibo.

Los países huelen de una manera particular, enseñando sus secretos y publicando su anonimato. Ese olor es el anuncio de la gran aventura que siempre nos espera.

No sé cuántas veces he vuelto a México. Muchas, pero nunca demasiadas. Porque México está siempre muy dentro, clavado en las simas de mi alma, en el subterfugio más recóndito; allá donde sólo alcanzan los secretos que no se cuentan ni en los sueños de los hedores.

Allí está mi México agazapado, escurrido en mi espíritu, esperándome siempre con sus puertas de par en par, con los brazos abiertos arrogándome en su manto como el de la Virgen de Guadalupe entre músicas y trompetas de mariachi como un niño perdido en la inmensidad del amor por una amanecer de una playa de Huatulco o el ocaso entre los Atlantes en Hidalgo.

Vuelvo a mis raíces, a las otras, las de mi mujer y mis hijos, a la mezcla de la consanguinidad tan rica, tan imperiosa; esa mezcla de donde todos procedemos y nos hacemos todos y uno y todos otra vez al mismo tiempo porque, construimos a México cada día, con nuestro trabajo y nuestro sudor, con la emoción inimaginable de palpar, de tocar de la tierra, nuestra tierra, esa que es genuinamente mexicana y que nos lleva y nos encumbra en buena gente.

Por eso, yo también soy mexicano; así me siento, como mi mujer y mis hijos y todos los que ahora están leyendo este artículo, que hoy tiene poco de análisis pero mucho de amor; un amor sin contraprestaciones por un país que cada día se muestra más orgulloso de haberse podido colocar en un concierto internacional como una potencia a tener en cuenta.

Por eso, cada año repetimos y repetimos y repetimos y volvemos a repetir, en ese eterno retorno del que nunca nos vamos del todo; en esa vuelta a los orígenes mexicanos que vibran por las venas de mis hijos.

Este año iremos a la playa y a Hidalgo a ver los pueblos mágicos y Tlaxcala, para ver su plaza y su catedral que son fascinantes.

Ya quiero llegar. Lo respiro con inmaculada bisoñez aunque ya haya vivido en México. Y es así porque nunca, nunca, deja de deslumbrarme.

alberto.pelaezmontejos@gmail.com

Twitter @pelaez_alberto

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