La endeblez del Estado mexicano es proverbial y viene de lejos. A diferencia de los países del primer mundo, México no ha forjado instituciones sólidas, salvo honrosas excepciones. Primero fueron las reyertas internas y el caudillismo, después el régimen autoritario, finalmente la ola neoliberal que llegó a estas tierras en calidad de tsunami. Y siempre, atravesando todas las épocas de nuestra historia como un disolvente que impide solidificar cimientos, la corrupción. Hemos tenido presidentes fuertes, no Estado fuerte.

En el siglo pasado, cuando era partido hegemónico, el PRI se preciaba de mantener el orden. Bajo sus gobiernos no había turbulencias como las que en Argentina o Chile derivaron en dictaduras militares, ni desbordamientos de cárteles del narcotráfico como en Colombia. Era la famosa dictablanda mexicana, que cooptaba, disuadía o en última instancia aplastaba a la disidencia, mientras administraba o arbitraba la criminalidad. La seguridad nacional y la seguridad pública estaban razonablemente aseguradas, y no tanto por fortaleza institucional —el acervo de inteligencia residía más en las cabezas de quienes regían las cañerías del sistema que en los archivos— cuanto por un superávit de sagacidad represiva y un déficit de exigencia en torno a los derechos humanos. Es decir, si bien tácitamente admitía que no era eficiente porque el costo de las corruptelas era alto, el priismo se jactaba entonces, como se jacta ahora, de ser eficaz porque resolvía problemas y daba resultados. Y esa jactancia tenía fundamento.

Ya no. El eslogan subliminal de la campaña del PRI a la Presidencia en 2012, que era algo así como “vota por nosotros porque somos corruptos como todos pero eficaces como nadie”, y que pareció tener asidero en la realidad durante el arranque del sexenio, se cayó a medio camino. No la primera parte del lema, claro está, sino la segunda: la corrupción está intacta pero la eficacia se ha perdido. Ahí están como pruebas el conflicto magisterial, las secuelas de Ayotzinapa y Tlatlaya, los escándalos de la casa blanca y la de Malinalco, el dólar a más de 16 pesos, el fiasco de la Ronda Uno y, emblemáticamente, la fuga del Chapo Guzmán. Este gobierno hizo de la segunda captura del capo más buscado el blasón de su aptitud en materia de seguridad —en contraste con un gobierno panista, que no pudo retenerlo en prisión— y el capo se volvió a escapar. La palabra “imperdonable” seguirá reverberando, lo vuelvan a atrapar o no.

Cierto, el Estado mexicano ya estaba carcomido cuando Peña Nieto asumió su jefatura, y en su discurso hay dos verdades: la corrupción permea a toda la sociedad y existe una inercia cultural que dificulta mucho “domar la condición humana”. Pero el presidente se equivocó en otras tantas cosas: dejó al último una inocua iniciativa anticorrupción que sólo la presión externa enmendó y sigue sin reconocer que “descorromper” presupone cambiar incentivos (invertir las condiciones que hacen que en este país el corrupto viva con todo a favor y el honesto sobreviva con todo en contra). He aquí el meollo del asunto. Una retórica culturalista que se emite desde la ausencia de voluntad política para combatir la corrupción —corroborada por la opacidad patrimonial y el rechazo a que se investiguen ostensibles conflictos de interés— encierra un mensaje ominoso: “la corrupción es normal, aceptémonosla”.

El túnel del Chapo evoca un Estado subterráneo que desemboca en la cárcel como súmmum de la corrupción. El submundo de las prisiones concentra todas las perversidades, toda la podredumbre que no queremos ver, aunque en menor grado de pestilencia esas mismas reglas no escritas y esa misma impunidad estén presentes afuera de él, en cualquier parte. Pues bien, quienes vendieron la idea del “corrompe y resolverás” ya no pueden mantener tapada la cloaca, y la inmundicia amenaza con inundarnos. Es la corrupción ineficaz, pura y dura.

Candidato externo a diputado federal por el PRD.

@abasave

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