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Mi amigo y yo sorbemos nuestros rebosantes tequilas frente a la contrahecha réplica de Diego Velázquez El triunfo de Baco. Estamos en el Bar Mancera, echándonos la del estribo. La carrera de hoy ha sido larga (El Tío Pepe, La Reforma, El Tlaquepaque, La Faena…), pero todavía, a estas alturas de la contienda y de la noche, la cabeza nos da para mirar, embelesados, el potente y famoso óleo, mejor conocido con el título de Los borrachos (¡Epa, epa!, nomás sin rayar los muebles).
El cuadro, cuyo original se conserva en el Museo del Prado, fue compuesto por Velázquez entre 1628 y 1629 y narra la escena de una fábula mitológica comandada por el regordete, descolorido y semidesnudo Baco, deidad olímpica de la fertilidad y el vino. En la imagen el pomposo y joven dios, escoltado por un fauno y sentado sobre un barril, le impone una corona de hojas de hiedra al más borracho de sus discípulos, dichoso anónimo de gañote curtido (el borracho del mes, pues), que de rodillas recibe solemne la investidura ante el regocijo de sus compañeros de parranda. La pintura, en clave naturalista, reboza motivos etílicos. Menjurjes por aquí y por allá. Toneles de vino, copas, jarras y jícaras. La santa ebriedad se saborea en la plenitud del lienzo.
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Digo que el del Bar Mancera está ligeramente malogrado, o quizás inconcluso, porque más que el victorioso beodo sin rostro esté siendo laureado por su apóstol parece que se está bajando por los chescos (dirían en el barrio). En fin, lo que sí se alcanzó en esta copia fue plasmar la rutilante belleza en los rostros de los ebrios beatos. Sátiros guerreros del descorche, de carburador universal, que lo mismo queman pulque que mezcal, conscientes de que beber es un placer de hombres lúcidos y libres.
La genial formulación narrativa y pictórica del cuadro parece absorbernos. El borracho de sombrero y risa franca, que junto con Baco centra la obra, nos mira y nos ofrece vino en un albo cuenco. Parece decirnos salud. Y nosotros no nos hacemos del rogar, aceptamos encantados la dicha de formar parte del cuadro. ¡Mesero! Pedimos nuestros últimos tragos de este día. “El triunfo de Baco –le digo a mi amigo– me recuerda a otro triunfo de Baco, pero en Coyoacán”. La anécdota la cuenta el soldado cronista Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Resulta que días después de la caída de México-Tenochtitlan, en agosto de 1521, Cortés tomó la decisión de trasladarse al lejano pueblo de Coyoacán, al sur de la cuenca, mientras los derrotados mexicas limpiaban de cadáveres y catástrofes la arrasada ciudad imperial.
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En Coyoacán, donde fue bien recibido por el tlatoani del lugar: Quauhpopoca, Cortés improvisó una casa y a los pocos días organizó un banquete para agradecer a Dios “por las alegrías de haber ganado”. El banquete incluyo mucho vino de un navío que recientemente había llegado de Castilla y varios puercos procedentes de Cuba. Con mucha seguridad el convite también incluyó tortillas, pues se hallaban presentes varios señores indígenas (aliados y vencidos) incluido Cuauhtémoc y las hijas del difunto Moctezuma, así que, ¡voilá!, aquella pudo ser la primera fiesta con tacos de carnitas. Pero resulta que el banquete se volvió bacanal. El chispeante y cálido vino trajo consigo el desorden y el tumulto. Hubo bailes, danzas y “sortilegios”. Además, los convidados no sólo bebieron, también fumaron una planta a la que Bernal Díaz se refiere como “planta de Noé”, que pudo ser el tabaco mezclado con liquidámbar que Moctezuma fumaba tras las comidas y que producía alucinaciones. La mezcla de vino, mujeres y canto “hizo a algunos hacer muchos desatinos”.
En la borrachera y el delirio, los capitanes alardeaban con que se comprarían sillas para montar de oro macizo. Otros danzaban arriba de las mesas o “iban por las gradas abajo rodando”. Luego las parejas más inverosímiles bailaron, cantaron, dando tropiezos, con los ojos desvariados por los efluvios y las pasiones propias del dios Baco… Tal fue el exceso que al día siguiente hubo muchos que “no acertaban a salir al patio”. “Hubo cosas tan malas en el convite y en los bailes”, apunta Bernal, que Cortés ordenó al fraile Bartolomé de Olmedo que organizara una procesión y ofreciera una misa. Con tremenda resaca, cabizbajos y contritos, todos desfilaron con “banderas levantadas y algunas cruces”, cantando letanías y perdones a Cristo. ¡Vaya cruda!
Mi amigo y yo decimos salud, convencidos de que nuestra trashumancia cantinera de hoy está por concluir. Existe otro cuadro en el Mancera, cuyo original se encuentra en el Museo Nacional de Historia, del pintor costumbrista mexicano José Agustín Arrieta, originario de Chiautempan, hoy Tlaxcala, cuya obra, por cierto, esta notoriamente influida por el estilo velazqueño. Se trata del lienzo titulado Interior de una pulquería, realizado hacia 1850, que describe una escena de la vida cotidiana en el interior de una pulquería del siglo XIX. En una mesa, varios tomadores departen dentro del jacalón entre carcajadas y blasfemias. Un soldado de poca monta, un par de arrieros (uno ya agarró la jarra), un fraile, un teporocho…, todos son bien atendidos por dos mujeres, “la enchiladera”, con su anafre en el suelo en el que calienta tortillas, y la cándida y bien vestida dueña del salón, que escancia el agua de las verdes matas. En el fondo de la pintura, destacan un par de odres de cerdo (de ahí la frase “hasta las manitas”) para transportar la bebida, un tinacal que contiene al pulque, una repisa verde con cristalinos vasos y, al centro, una réplica del cuadro El triunfo de Baco. El lienzo vuelto lienzo. Soberbio juego de metapintura del maese Arrieta.
Y apropósito de esto, el Bar Mancera, que como hemos dicho fue fundado en 1912 como bar del hotel del mismo nombre, ahora es atendido por dos generosas mujeres. Abril Ibarra, la dueña, y doña María Esperanza Landeros Teissier, mejor conocida como Perita, la primera mujer cantinera de México. Doña Perita, que frisa los 80 años, originaria de Real del Monte, Hidalgo, no recuerda la fecha exacta en que comenzó a servir tragos en la prodigiosa barra del Mancera. Lo que sí tiene presente es que ya cumplió 40 años de servicio, que comenzó en la cocina, y que un buen día su patrón la colocó en la barra, “por mi talento y mi actitud –comenta–, pues me llevaba muy bien con los huéspedes del hotel, que solían ser españoles”. Hay un trago de la casa. El Bull Perita. Ella lo inventó. Lo pedimos. Es el último (lo juro). Ya mañana será otro día.
Continuará…
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