10:00 horas, Melinda
Después del desayuno, Melinda Farmer y Beverly Frances Pinder, reinas de belleza de Sudáfrica y Australia respectivamente, aprovechan un receso de tres horas para ir a la glorieta de los clavadistas. Les acompaña Nicole. Sin las bandas, en shorts y blusa, y sin el ostentoso operativo de seguridad, las mujeres parecen tres turistas más entre los miles de extranjeros que hoy pululan en Mazatlán. Las banquetas, las tiendas y los restaurantes están llenos de canadienses, norteamericanos, franceses. Instaladas en una terraza al aire libre, las mujeres brindan con jugo de toronja: tres días antes Melinda ha cumplido dieciocho años, edad mínima en su país para votar y para comprar alcohol, no así para portar armas de fuego, pues la ley contempla que desde los dieciséis años pueden hacerlo.
Más allá de las rocas, el Pacífico hierve en destellos bajo un cielo donde las nubes comienzan a juntarse. Mindy y Beverly conversan. ¿Sobre qué? No lo sabemos. En su diario la cumpleañera consignará que trataba de relajarse un rato y dominar los nervios. Bosteza, se siente cansada. No solo porque ha dormido mal, también porque han sido días de prácticas, pruebas de vestuario y maquillaje. Durante los ensayos Nicole les ha repetido una y otra vez que no están aquí de vacaciones. Como si las muchachas no lo supieran: además de las pruebas y las prácticas han tenido entrevistas, pasarelas y visitas a hospitales, museos, fábricas, instalaciones deportivas y hasta torneos de backgammon. En la capital estuvieron horas de pie, saludando a la multitud en un desfile de carros alegóricos que partió del Zócalo hasta Chapultepec. En cierta forma todo parece una colección de postales. Incluso el puerto parece un inmenso set de televisión. Pero detrás de aquellos escenarios de mampostería, la realidad es compleja: sin ir más lejos, hace unos días las dividieron en grupos para que viajaran a distintos puntos del país. Algunas estuvieron en Acapulco, otras en Chichén Itzá, otras en Guadalajara, otras en Mérida… A Melinda le tocó viajar con Selene Sepúlveda, la concursante mexicana, a una ciudad llamada Toluca, cerca de la capital. Por la mañana inauguraron una exposición de pintura infantil, donde tuvieron que escuchar quién sabe cuántos discursos de políticos y funcionarios, y por la tarde las llevaron a una especie de feria ganadera. Allí, las dos reinas de belleza fueron invitadas a un grotesco espectáculo en donde varios hombres a caballo hostigaban a un becerro, lo atrapaban con un lazo para tumbarlo, arrastrarlo y amarrarle las patas. Melinda salió de allí llorando, preguntándose qué hacía al otro lado del mundo, lejos de su familia, en un sitio cuyas costumbres no termina de entender, un lugar a donde ha venido a que la califiquen y la juzguen como a uno de los becerros de la feria. De regreso en el hotel, ya en la capital, se dio cuenta de que a otras muchachas las habían forzado a asistir a cenas e incluso a tomarse fotos y a bailar con los invitados. Por estas y otras razones no pocas entre sus compañeras se han quejado del trato recibido por los organizadores mexicanos, obligando al gobierno a intervenir y tomar las riendas del certamen. Debido al escándalo, se ha cancelado una actividad anunciada como «la final de la Ciudad de México», programada para el 14 de julio en el Auditorio Nacional. También se cancelaron cenas, bailes y conciertos.
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De cuando en cuando, Melinda bebe un poco de su jugo de toronja y mira el reloj. Reprime otro bostezo. Los párpados le arden por las horas de insomnio. Sabe que hoy será el día más pesado de las últimas semanas. Por fortuna les han dado tres horas para descansar antes del último ensayo. Y por la noche, la Gran Final. No más simulacros, no más fotos, no más pruebas de vestuario y maquillaje, no más horas frente al espejo ensayando sonrisas de azafata.
—Miren, ya va a empezar el show —Beverly señala el peñasco más sobresaliente de la zona, por donde trepa un hombre moreno de calzoncillo verde.
De piel muy tostada, llega a la cumbre con la seguridad de quien ha hecho lo mismo un millón de veces. «En Mazatlán nunca es lunes, ayer la terraza y el mirador estaban llenos de turistas como si fuera domingo», escribirá Melinda Farmer en su bitácora veinticuatro horas después, cuando la turbulencia haya pasado y por fin tenga cabeza para hacerlo.
Plinc plinc; alguien sacude frente a las misses un vaso de plástico donde bailan algunas monedas. Es un niño moreno que pide dinero para los clavadistas. Esto, los pordioseros, es lo que hace a Melinda pensar que México no es un enorme set de televisión. Por todas partes hay menores, mujeres, ancianos que extienden manos suplicantes. No solo sus manos ruegan: lo hacen también sus caras morenas y cansadas. La muchacha las ha visto por aquí y por allá: en la capital, en Guadalajara, en Toluca, en Mazatlán mismo: sucias, malvestidas, embarazadas o con un bebé a la espalda, son niñas de trece, catorce años, con la misma cara de hambre que las xhosas allá en Ciudad del Cabo.
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Aquí deben tener mucho cuidado, les ha advertido Nicole desde el primer día. México es un país complejo, plagado de contradicciones, donde hay que moverse con cautela. Procuren ir siempre acompañadas y mantenerse en las avenidas principales, llenas de gente y bien iluminadas. Esta madrugada ni más ni menos, un grupo de rebeldes ha cortado el paso al puerto por la carretera que viene de Culiacán.
Sí, piensa Melinda, en eso México es igual a Sudáfrica: no es un país sino varios países que coexisten sin mezclarse, distintas culturas, distintas historias, distintas sangres. México y su país se parecen en las interminables barriadas que ha visto desde las ventanillas del avión que el presidente ha prestado para que las lleven a Guadalajara, a Monterrey, a Acapulco y a Chichén Itzá.
El espectáculo de los clavadistas está a punto de empezar. El hombre del calzoncillo verde ha llegado a la parte más alta del risco: se coloca en la orilla y permanece inmóvil unos instantes. Al parecer está rezando. El ángulo de inclinación de las rocas hace pensar a Melinda que el salto es imposible. Tras un instante de absoluto silencio en el que incluso el público parece contener la respiración, el hombre salta con los brazos en cruz. Se mantiene en el aire durante dos, tres, segundos antes de romper la superficie del océano.
Los aplausos llueven desde la terraza, desde los balcones de los edificios cercanos, desde la glorieta atiborrada de turistas.
—No me tardo, niñas —dice Nicole—: voy a comprar un rollo para mi cámara.
Un segundo clavadista trepa por el risco. Su bañador es azul y anaranjado, los colores de la bandera de Sudáfrica.
Melinda lo toma como una premonición. En ese momento, el periodista de bigote y ojos claros entra en la terraza y se instala en la mesa vecina, justo detrás de Beverly. Solo Melinda puede ver cómo deja un libro en el mantel e inclina la cabeza a manera de saludo. ¿Qué rayos hace aquí? ¿La está siguiendo? ¿Qué pretende, no le dijiste ayer tres veces que no puedes, que no quieres hablar con él? Tienen que irse. Ni siquiera alcanza a decírselo a Beverly, pues en cosa de segundos el bigotón ya está junto a ellas.
—Dos preguntas —suplica el reportero en un inglés torpe—: solo dos, por favor.
El hombre le clava su mirada, un par de ojos empañados de angustia.
—No puedo entrevistas —dice Melinda en español.
En ese momento un moreno de lentes oscuros se acerca a la mesa y aborda al reportero. Aunque viste de blanco, no es difícil advertir que es policía. Al verlo, el bigotón tuerce la boca y hace una seña como quien espanta una mosca. Carajo, Alfredo, no estés molestando. No estoy aquí por usted sino por la señorita, responde el muchacho, el patrón me asignó para cuidarla. Se desata entonces una discusión rápida, y de pronto el joven somete al viejo torciéndolo del brazo. Beverly, asustada, toma de la mano a Melinda. Vámonos. Aún sometido, el bigotón se vuelve hacia miss Sudáfrica e insiste en inglés: Dos preguntas, por favor, dos nomás.
—Está bien —responde ella—. Que no sean de política.
A una señal de la muchacha, el escolta relaja la llave y el periodista se acomoda la guayabera intentando recuperar el aliento.
—¿Se casaría con un hombre de color?
—¡Le dije que política no!
—Es una pregunta personal, señorita —revira Garay.
—Me casaría con cualquier hombre que ame, punto. Siguiente pregunta.
—¿Estaría de acuerdo en que en su país se entregara el poder a la población de color?
—De ninguna manera —responde Melinda—: hacerlo favorecería el caos. Me parece que tiene usted información equivocada respecto a Sudáfrica. Las cosas allá están bien como están.
La chica duda, se muerde el labio. «Me hizo enojar mucho», escribirá en su diario veinticuatro horas más tarde, «luego me di cuenta de que, sin saberlo, su pregunta me estaba preparando para la tormenta que vendría después».
De pronto una exclamación general estalla entre el público, un ¡ooooh! que se deshace en gritos. No faltan quienes se tapan los ojos, quienes vuelven la mirada al piso, quienes piden ayuda. En el agua, el hombre del calzoncillo azul anaranjado flota bocabajo y una mancha de sangre comienza a extenderse en la marea verdosa.
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