Volver a la casa de la infancia, hoy habitada por maleza, raíces y árboles, una tierra estéril y seca en la que Juan Francisco y sus dos hermanos tuvieron que crecer. Es la casa donde murió el padre y que ahora es “tumba, altar y ruina al mismo tiempo”. En La memoria es un animal esquivo (Hachette Literatura, 2025) María del Mar Ramón desliza una exquisita narración con la que comprendemos que aquel artista es incapaz de reparar los daños que le causó a su familia, tanto como le resulta imposible dejar de sentirse en constante extrañamiento respecto a sí mismo, paria, exiliado de su propio hogar, frígido vital.

Con el arte como su única forma de fe, una que sin espanto ni pudor le permite saber de qué está hecho por dentro, Juan Francisco ve pasar la vida lejos de su país y exhibe a través de sus pinturas las formas bellas y violentas con las que observa el mundo, uno lleno de mentiras que se han heredado y reproducido por años. Al final, esta ave herida regresa, dejando que el fuego se lleve su palabra, consumiendo su lenguaje y todas las memorias. Se trata, dice su autora, de “una novela donde el único héroe está muerto”.

Lee también:

Crédito: Victoria Holguín
Crédito: Victoria Holguín

Con las primeras líneas de esta novela usted nos muestra el abandono, las grietas de una casa que son también las ruinas de quienes la habitaron, una instancia de memoria con la que nos anticipa la vida de un hombre que no se siente de ningún lado.

La casa nace como la primera imagen que yo tuve de la novela: una casa comida por la naturaleza. Es una metáfora de distintas cosas que va siendo funcional a lo largo de la historia; funciona a nivel estructural porque en la casa ocurre el conflicto, pero también hay algo de la forma en la que el paso del tiempo se expresa a través de la naturaleza y cómo nuestro estar en el mundo y habitar el espacio es un intento por domesticar esa fuerza de la naturaleza. A las casas, a las vidas, si no las estamos podando, si no estamos habitando los espacios, se las come la naturaleza; no las destruye, las integra. La naturaleza no demuele una casa, se la devora y empieza a crecer en las paredes y entonces aparece el musgo y la usa, la avasalla. Para mí es también el principio de algo que vamos a olvidar, que el personaje olvida todo el tiempo y es que él no es tan importante.

Lee también:

¡Él se da muchísima importancia!

Claro, y la novela nos da pequeños chispazos de que él no es tan importante, ni siquiera para las personas para las que cree que lo es. También creo que funciona como una metáfora de que si la memoria no se habita con otros y otras, también se la come, se la fagocita esta idea propia y esta narración propia, este soliloquio y este monólogo de nosotros mismos. Yo siento que la fuerza civilizatoria de nuestra memoria es el diálogo con otros y otras, pues de lo contrario este instinto avasallante termina comiéndose nuestro recuerdo y haciéndonos creer que es infalible, estático y verdadero. Eso es una tragedia de la identidad, es la tragedia del personaje, que es la incapacidad de concebir la memoria como algo mucho más inestable, voluble, sesgado y ficcional que lo que la concibe, y esa forma de aferrarse a su memoria como un relato inequívoco de sí mismo, que termina costándole sus vínculos más importantes.

Lee también:

En las primeras páginas del libro el protagonista recuerda ver en su infancia la imagen de un Jesús “exhibido, harto y resignado” y le pide que lo lleve con Él. Aunque este asunto no es un eje de la historia, más adelante en el libro vuelve a aparecer ese Jesús harto de todo el mundo. ¿Dónde nació esa idea, siendo que usted no es una persona religiosa?

Estudié en colegio católico, pero como toda adolescente progresista y punk desprecié intensamente en la institución eclesiástica. Ocurre que soy una obsesiva del lenguaje de la Iglesia y me interesa de distintas maneras. Hace poco, para la confirmación de mi hermanita, mi papá nos pidió muy intensamente a mi hermano y a mí que fuéramos a la misa, porque era algo importante para mi mamá. A mí ya me parecía rarísimo que ella se confirmara, porque es el sacramento que uno ya puede elegir o no, pero igual fui a esa misa y me sorprendió la belleza lingüística de una eucaristía. Dije: ¡Ah, con razón! Es una puesta en escena, está la belleza del lenguaje. Después tuve que asistir, desafortunadamente, a muchas otras misas y me sorprendió verme muy entregada a la poesía eclesiástica: “Señor no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”; ¡es bellísimo! “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo”…

Son pura poesía.

¡Puras figuras poéticas! Justo por ese tiempo estaba leyendo El Reino del francés Emmanuel Carrère, el análisis que hace sobre sobre la Biblia en un momento de gran fervor religioso en su vida. Entonces hay una síntesis del reino y es: No se olviden de que la Iglesia católica, que empezó siendo un mito que contaban unos pescadores muecos, fue lo que terminó acabando el Imperio romano. Toda esta idea de que es un mito y de que es el lenguaje lo que importa me apareció cuando estaba pensando en este personaje tan atravesado por la institución de la Iglesia, de mala manera también, porque era una época en la que el cura era la gran figura, la mayor autoridad. Hoy eso está mucho más cuestionado, pero en los sesenta y setenta en Colombia era lo máximo y casi que en cada familia había un cura o una monja. Escribiéndolo me surgió una necesidad —que yo nunca había sentido y que fue muy interesante— de leer la Biblia. Yo recordaba fragmentos de cuando era chiquita en el colegio y fue muy interesante ver la manera en la que están construidos esos relatos, esas representaciones, el Dios del Antiguo Testamento que es sadiquísimo, full madness, ese Dios malvado, y la aparición de la figura de Jesús con esa entrega y ese lenguaje presente todo el tiempo. Yo quería que el personaje estuviera muy involucrado, que la Iglesia fuera protagonista y también quería el mito de Caín y Abel, porque para mí era muy importante este problema de los hermanos.

Usted también trabaja alrededor de la familia desidealizada, las jerarquías familiares y en el fondo de todo, la idea de la condena familiar a arrastrar con culpas, pecados, remordimientos, dolores.

Creo que en mi recorrido vital —y también como una militante feminista— la familia siempre es un conflicto para todas nosotras, por exceso y por defecto; es un conflicto por mandato, por destino. Hubo un momento en el que los feminismos dijimos: Si tu familia te lastima, aléjate y haz tus propias familias. Me parece una frase muy linda, pero eso no funciona así. Yo no sé qué aglutina una familia, pero sé que no creo en los asuntos biologicistas; creo que lo que aglutina una familia es un mito y que las familias son una mitología. Cada familia es un mito y tiene además un mito de origen, un lenguaje, unos dioses, unas fábulas, castigos y premios. Lo que nos hace una familia son las historias y las narraciones que compartimos.

Esta familia está condenada de alguna manera por lo que no se dice, sus silencios.

Su condena es lo que no hablan, el silencio que comparten, lo que se sugiere, pero no se cuenta explícitamente, el conflicto de que un lado recuerda una cosa y otro lado recuerda otra y esos dos lados nunca confrontan. Yo creo que esa es una característica súper masculina. Las mujeres han estado en un lugar de la sociedad más relegado, relacionado con el hábito de la construcción de la comunidad y del diálogo. Para los hombres, en cambio, por la manera en la que se los ha socializado —sobre todo a los de esa generación—, hablar de lo que duele, lo que molesta, lo que lastima, es imposible. La de mi novela es una familia de hombres y la manera en la que lidian con esa mitología es a través del silencio, que termina creciendo en ellos de una manera que no los integra, sino que los expulsa.

Es la tragedia de muchas familias.

Y ni siquiera es su mitología activa, sino la mitología subterránea de lo que la familia calla. Este personaje también expresa algo que sucedía sobre todo en las familias más grandes con la forma en la que adoctrinan, construyen, enseñan y hacen esta pedagogía: el tío que la familia no comprende. Siempre hay un paria de la familia, y por lo general es un varón. Dichas ahora con un lenguaje contemporáneo, esas eran cuestiones de salud mental, de orientación sexual o de abuso sexual. Esta es la manera en la que la familia se reagrupa y cuenta a media voz la historia de este tío y de este primo del que no se habla. Esta es la novela de ese personaje y desde los ojos de este personaje. Es una novela donde el único héroe está muerto, donde las mujeres aparecen brevemente y traen pequeñas gotas de racionalidad: “Chicos, está todo mal con lo que están haciendo” y se van y los dejan ahí con la precariedad emocional masculina. Es una novela sobre la visión del marginado de una familia, el problema del silencio como el aglutinante de una familia, tan difícil de resolver, el paso del tiempo sobre ese problema, y finalmente la idea que se repite alrededor de la tragedia de que quienes somos está formado por lo que recordamos, que no es del todo veraz y que es una ficción que nos constituye.

Es muy interesante la idea de la identidad que se inaugura y ese momento mítico en el que Juan Francisco empieza a asumir y a definir quién es, aunque siempre en una lucha porque se siente como un extranjero y un impostor en su propia vida, un exiliado, un “desarraigado respecto a su familia, su identidad sexual, su condición de artista”.

Él es insoportable. Para mí, nace de las figuras públicas cuya persona es más importante que su trabajo —pasa mucho en las industrias creativas, el arte, la literatura y demás—, porque se arman una versión pública de sí mismos, muy entera y súper invulnerable y por lo tanto, muy aburrida de ver. Las entrevistas de artistas son insoportables y las de músicos son invivibles. Eso alimentó el tono del personaje. Para mí era muy importante que estuviera en primera persona y fue un desafío técnico porque las voces narrativas tienen unas reglas que son fantásticas pero muy complejas. Yo necesitaba que los lectores y las lectoras desconfiáramos de él en algún punto. Yo quería lograr que cuando el libro terminara, la gente se sintiera un poco traicionada por haber estado todo el tiempo del lado de un tipo que es un mal tipo.

Eso le pasa a uno con mucha gente.

Y pasa cuando uno conoce a las familias de las personas. Yo como migrante lo padezco un montón cuando la gente conoce a mi mamá y ella cuenta cuando yo era adolescente, todas las cosas que yo hacía, por encima de esa versión de mi vida y de mi familia que llevo muchos años construyendo para los demás. En el caso de quienes hemos migrado, por lo general, a las personas a las que les contamos esta historia no tienen la posibilidad de contrastarla, de conocer esa ida y vuelta. Eso me parece genial; me divierte mucho conocer a las familias de las personas a las que amo, mirar sus casas y demás, porque me permite encontrarme con esa mitología personal.

¿Cómo trasladó esa idea a la estructura de la escritura?

A nivel técnico, como se trata de una novela sobre la memoria, para mí era importante que los ojos fueran los de él, que el recuerdo fuera el de él, tan parcializado como repetitivo, inestable en algunos casos, vergonzante en otros. Él trata de tapar algunas cosas y salen por otro lado, y eso lo fue estructurando. Lo que tiene de mágico la literatura —aunque es un oficio vulgar y banal como todos los demás, y a mí me gusta mucho el marco de oficio de la literatura porque no se trata de una musa que aparece cuando yo me siento a escribir, sino que hay que trabajar un montón—, algo súper místico que sucede cuando uno está escribiendo una novela, que es algo de largo aliento, es que uno empieza a conocer a sus personajes y ellos empiezan a hablar. Eso para mí, por la manera en la que yo escribo, que es muy estructurada, los finales de las novelas son muy juguetones con los personajes.

¿Porque ya conoce a sus personajes?

Y el personaje me permite moverme mucho más, porque ya lo entiendo. La materia prima para trabajarlo fue un gran temor personal, de lo que yo creo que hace malas a las personas, y fue partir de todas las veces y todos los impulsos que he tenido de priorizarme y priorizar mi visión de las cosas por encima de la compañía, del afecto, de la entrega con los otros y las otras, porque conozco esa intuición. El afecto que sentimos por otros está por encima de nosotros, y es enriquecedor y es pedagógico, pero requiere vencer el miedo que nos dan ese encuentro y esa vulnerabilidad. Este es un personaje que nunca puede vencer el miedo, es un personaje estático, estacado en él mismo y se convence de que, por exceso o por defecto, tiene la razón. También es tan egocéntrico que se concede un nivel de importancia incluso para defenestrarse, que para mí, también es un ejercicio muy egocéntrico, al que le temo mucho y es una materia prima de trabajo. Es poner todo esto en un personaje que ya no tiene tiempo para hacer las cosas mejor; ya no hizo las tareas no hechas.

Por otra parte, también está el asunto de que él es una artista mediocre.

Yo temo profundamente ser una escritora mediocre y siempre que pienso en la posibilidad de mi mediocridad, me digo: Por ahí en una próxima obra lo haré mejor. Este personaje ya no tiene más ese tiempo y además está consumido por el eje de su mediocridad: la importancia que se da a sí mismo por sobre su obra; la pelea entre ser un artista y hacer arte, producir obra. A pesar de que esto es de las artes plásticas, yo pienso en ese dilema constante de los escritores y las escritoras, en cuánto o cómo conciliamos el dilema entre el autor y la autora y lo que escribimos, la importancia que nos damos en relación con lo que escribimos, en un momento en el que también el sistema produce estrellas y personajes de este tipo. También me parece que hay que partir de la honestidad de que, por supuesto, buscamos la gloria y el reconocimiento; no escribimos con seudónimos, y como el equilibrio entre ese reconocimiento y el trabajo es una materia sensible, hay que preguntarse esto todo el tiempo. Para este personaje yo partí de ese temor personal íntimo, de la envidia, del miedo que me da las veces en las que siento envidia y soy infeliz —aunque yo no lastimo a nadie—.

Al contrario de Juan Francisco, que no puede gestionar todos sus problemas, sus dolores, sus frustraciones y preguntas.

Para mí es importante, dentro de la literatura, que las personas se sientan identificadas con personajes que están todo el tiempo en contacto con sus pasiones más bajas, personajes un poco siniestros con los que, a pesar de eso, sentimos compasión y cierta identificación. Me gustan ese juego y la idea de que las personas no son del todo malas o buenas; que tienen estos momentos, estas incapacidades, estos contextos y se dicen estas mentiras. Que uno pueda sentirse identificado con eso es algo que me interesa mucho.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses

[Publicidad]