“Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es”, leemos en un célebre cuento de Borges. La frase sirve para enunciar el dilema central de Los sueños de Patanjali (Grijalbo, 2025), la más reciente novela del escritor, traductor y periodista cultural José Gordon. Estamos frente a un fascinante relato que, para detonar en los lectores el efecto deseado, pone a prueba la idea misma de novela.

Autor de El cuaderno verde (ediciones B, 2007), El libro del destino (DeBolsillo, 2023) y Novelista de lo invisible (Grijalbo, 2023), Gordon se caracteriza por su interés en explorar todo aquello que escapa a la mirada, al tacto, al oído. Por esa razón sus ensayos entrelazan aspectos científicos, históricos, filosóficos y literarios. ¿Quién si no él podría titular a un ensayo “Sobre gatos, Einstein y conciencia posible”? Pero volvamos a Los sueños de Patanjali: estructurada en 23 capítulos, con 231 páginas, es una novela habitada por personajes muy diversos: con el primero que topamos es con Juan José Marina, de quien sabemos poco: que está a punto de divorciarse, que en otros tiempos se dedicó a la neuropsiquiatría clínica y que durante un viaje a Madrid termina rastreando la vida y obra de Patanjali, sabio que en el siglo II a.c. escribió una serie de textos breves conocidos como Yoga Sutras. La importancia de los Yoga Sutras radica en que contienen, cifrado, el misterio del universo: cuando la mente alcanza un estado conocido como samadhi, la conciencia se asienta en un nivel profundo de quietud que se escapa del tiempo y está a la vez en todas partes. En el fondo de la naturaleza todo está unido.

El comunicador, ensayista y traductor José Gordon. Foto: Penguin Random House.
El comunicador, ensayista y traductor José Gordon. Foto: Penguin Random House.

El primer objetivo del relato es cuestionar la limitada noción de realidad que construimos los humanos. No percibimos la realidad completa, sino apenas algunos aspectos de ella. Basta atender a otras formas de vida para comprender que nuestros sentidos son un filtro activo que capta algunos estímulos pero es incapaz de percibir muchos otros. Gordon nos invita a preguntarnos ¿Cómo percibirán la realidad las estrellas de mar, que poseen un ojo en la punta de cada uno de sus cinco brazos? ¿Cómo será para las boas esmeraldas, serpientes que cuentan con hasta 42 fosetas que perciben la luz infrarroja que los humanos somos incapaces de ver? ¿Cómo será para las ranas, los insectos, las plantas?

Ese cuestionamiento es apenas el primer paso en un viaje apasionante, que llega a una pregunta que desvela por igual a físicos, filósofos y novelistas: ¿Cómo es que la materia adquiere consciencia?

Conforme avanza la lectura advertimos que José Marina no es el único interesado en profundizar en la herencia de Patanjali. Se sabe, por ejemplo, que el filósofo Mircea Eliade dedicó no pocas páginas a los Yoga Sutras en su libro El Yoga. Inmortalidad y libertad. No obstante, hay aspectos que Eliade no se atrevió a revelar en sus ensayos. Al respecto sembró indicios en una novela titulada El secreto del doctor Honigberger. La decisión no es trivial: en el fondo aguarda la certeza de que existen verdades cuya esencia sólo puede ser revelada en los intersticios de una historia. ¿Qué es aquello que Eliade no se atrevió a decir en sus ensayos? La conclusión de Gordon, en boca de uno de sus personajes, es una cátedra de narrativa en ocho palabras: “en la ficción cabe todo, incluso la realidad”.

A medida que avanzan las páginas somos testigos de otras búsquedas conjuntas que van tras el legado de Patanjali: una de ellas es la emprendida por el poeta William Butler Yeats y su amada Maud Gonne, con quien jamás logró concretar una relación estable. Otras son las pesquisas del célebre autor de El Golem, Gustav Meyrink. Nos encontramos también con Estela Gerson, maestra mexicana de filosofía y letras, historiadora, traductora y autora de una veintena de libros. Y conocemos, además, a un grupo de amigos que se hacen llamar Los aerolitos, y que está conformado por un físico (Fernando Herrera), una poeta (Mónica) y un novelista (Ari Gerson, hijo de Estela). La tensión llega a su límite cuando, inesperadamente, Ari desaparece sin dejar rastro. ¿Dónde está? ¿Se fue por voluntad propia o alguien se lo llevó?

Gordon refuerza la novela con potentes dosis de ciencia. Así nos enteramos del experimento conocido como “la neurona de Jennifer Aniston”, emprendido por el neurocientífico Rodrigo Quian Quiroga. Comprendemos también en qué consiste el síndrome de Charles Bonnet, condición poco usual que explica científicamente lo que para otros pudiera ser un avistamiento de fantasmas. Sabemos también que los científicos ya son capaces de reproducir en una pantalla lo que está soñando un individuo.

Hasta ahora he enunciado los personajes y las situaciones de la novela de manera sucesiva. Pero uno de los aspectos más interesantes de este libro radica en su estructura: en tanto novelista, Gordon opta por el célebre show, don’t tell: alternando tiempos y puntos de vista, nos sumerge en un apasionante juego de cajas chinas. Así, vemos que Eliade escribe a otro Eliade que va tras los secretos del doctor Honigberger. Vemos también que los pasajes de Yeats y Maud Gonne nos llegan a través de las búsquedas de otro personaje, quien redacta el borrador de una novela. Y, sobre todo, que los personajes sueñan continuamente unos con otros: Mónica, la poeta, sueña con Ari, quien a su vez sueña con Yeats. ¿Cuál de todos estos niveles es el real? ¿Acaso lo son todos? ¿No seremos nosotros el sueño de alguien más?

“En los sueños se hacen pedazos el tiempo y el espacio”, comenta un personaje en la página 113. La alusión no es casual: en Los sueños de Patanjali, Gordon se impone el mismo reto que en otros momentos han asumido grandes narradores de nuestra lengua, entre ellos García Márquez, Juan Rulfo, Elena Garro y Borges: no romper el tiempo, sino trascenderlo. Al hacerlo, el autor pone a prueba las posibilidades del género novelístico. Alterando la relación causa-consecuencia, Gordon logra inducirnos en un estado de ensoñación artificial a fuerza de palabras, y nos recuerda por qué la literatura es, a la fecha, el mejor invento que tenemos para escapar del yo y del tiempo.

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