Más Información
SEP trabaja para que más de un millón de alumnas y alumnos de educación básica de la Ciudad de México permanezcan en las escuelas
Senador de Morena asegura que revisión a reforma judicial es un "lamento de fantasmas”; no hay manera de detenerla, dice
SRE reitera llamado a mexicanos en Líbano a dejar país; Sheinbaum indicó que Cancillería está en contacto con connacionales
Ari Aster ha sido coronado como el rey del “terror elevado”, una etiqueta que en el fondo resulta bastante inocua porque no significa nada para el género. Sin embargo, de existir ese puesto otro candidato para ocuparlo sería el también estadounidense Osgood Perkins (1974), doce años mayor que Aster y primogénito del reputado actor Anthony Perkins, quien dio vida a Norman Bates, el asesino edípico de Psycho (1960) de Alfred Hitchcock. (En Psycho II [1983], la regular secuela dirigida por Richard Franklin, Osgood encarna a Norman Bates en su juventud.) The Blackcoat’s Daughter (2015), el debut tras la cámara de Oz Perkins, como asimismo se le conoce, es uno de los mejores relatos de posesión satánica que se han filmado. Tres chicas alienadas y hermosas (Rose, Joan y Katherine) interpretadas con enorme solvencia por Lucy Boynton, Emma Roberts y Kiernan Shipka, un internado femenil católico llamado Bramford —igual que el edificio neoyorquino de Rosemary’s Baby, la novela de Ira Levin llevada a la pantalla por Roman Polanski en 1968— y aislado de la civilización durante el invierno, una temporalidad fracturada que comprende un arco de nueve años: estos son los elementos de The Blackcoat’s Daughter, que con perfecto timing narrativo y sin trucos baratos como proliferan en el horror hollywoodense introduce el factor diabólico en un ambiente ominoso permeado por el angst y la depresión juveniles, que se plantean como posibles puertas abiertas de par en par a la penetración de fuerzas oscuras que pueden fungir como metáforas psíquicas. Aquí conviene hacer un breve paréntesis clínico para señalar que la acedia, antecedente de lo que hoy día identificamos como depresión, era calificada como el demonio del mediodía, descrito de esta forma por el filósofo italiano Giorgio Agamben: “Apenas este demonio empieza a obsesionar la mente de algún desventurado, le insinúa en su interior un horror del lugar en que se encuentra.” Por ende, no es gratuito hablar de un vínculo estrecho entre depresión y posesión ya que, aunque la depresión tiene una explicación médica, hay algo en ella que escapa a toda lógica: la persona deprimida no es un ente racional. Con los embates del trastorno depresivo salen a flote todos nuestros demonios, y de golpe nos hallamos rodeados por presencias insidiosas que hasta entonces habían morado en los márgenes de nuestra mente o nuestro espíritu, como se prefiera. Estar deprimido implica habitar una casa embrujada, y aún más, ser esa casa embrujada, y esto es justo lo que sugiere The Blackcoat’s Daughter. El modo en que Perkins arma su rompecabezas malicioso es admirable y para ello cuenta con el apoyo de la cinefotógrafa Lucy Kirkwood, que regresa a trabajar con el director en I Am the Pretty Thing That Lives in the House (2016) y que crea una visualización magistral de la claustrofobia y el delirio: sus encuadres son prisiones asfixiantes y refinadas hechas para atrapar al espectador.
El segundo largometraje de Perkins acude al tópico de la casa embrujada —de nuevo la noción de la casa embrujada— para darle una vuelta de tuerca convenientemente jamesiana. I Am the Pretty Thing That Lives in the House es una contribución esencial al género de fantasmas, una obra fenomenal que rompe con el canon y entronca con otros dos filmes extraordinarios que arriesgan una visión distinta y poco convencional sobre la vida del fantasma, un tema que intrigaba al escritor español Javier Marías y que me intriga igualmente a mí desde hace varios años: A Ghost Story (2017), de David Lowery, y All of Us Strangers (2023), de Andrew Haigh. Hablar de fantasmas es hablar de suplantación, de una fascinante especie de impostura: tanto por ellos (lo intangible que usurpa el lugar de lo tangible) como por aquellos ante quienes se manifiestan (lo tangible que habita fugazmente las tierras de lo intangible). Aunque presente también en Los papeles de Aspern y La figura de la alfombra, dos de las novelas breves más ambiguas de Henry James, la imagen del narrador como impostor o intruso —el voyeur que busca apoderarse de toda la escena con tan sólo atisbar un fragmento a través de las cortinas entreabiertas del relato— brilla con particular fulgor en Otra vuelta de tuerca, el clásico al que Perkins homenajea a través de una de las voces en off más logradas del cine reciente. Con tan sólo tres personajes femeninos aunque todo el peso de la trama recae en la enfermera Lily Saylor, encarnada con impecable pulso paranoico por Ruth Wilson, I Am the Pretty Thing That Lives in the House exuda una elegancia macabra que genera escalofríos como si se tratara de una filtración cuyo origen no se puede localizar. A contracorriente de las estridencias del horror comercial, cada vez más cansinas y reiterativas, este filme opta por la construcción gradual de una atmósfera enfermiza y opresiva que posibilita la irrupción de lo espectral con un sigilo espeluznante. I Am the Pretty Thing That Lives in the House rinde tributo también a Shirley Jackson a través de la escritora Iris Blum (Erin Boyes de joven y Paula Prentiss de anciana, ambas notables), una de cuyas novelas es dictada por el fantasma de la casa que habita y que se vuelve otra presencia protagónica. La cinefotógrafa Julie Kirkwood dota a I Am the Pretty Thing That Lives in the House de una visualidad que remite a los retratos fantasmales del artista alemán Gerhard Richter y que ratifica que la herencia gótica está en manos insuperables gracias a talentos como el de Perkins.
Gretel & Hansel (2020), el tercer largometraje del cineasta escrito en esta ocasión por el guionista Rob Hayes, da un inusitado al cuento de hadas de los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm ubicado en la Baviera del siglo XIV para convertirlo en dos cosas: un relato de horror muy moderno que toca fibras freudianas —cómo no recordar Psicoanálisis de los cuentos de hadas, el libro canónico del psicólogo austriaco Bruno Bettelheim aparecido en 1976— y, quizá por encima de todo, una fábula estremecedora sobre la feminidad y sus poderes secretos transferidos de generación en generación. Bellamente siniestra o siniestramente bella, con una enorme sofisticación estética debida en buena parte a la labor excepcional del cinefotógrafo mexicano Galo Olivares, la cinta de Perkins recupera el triángulo creado por los hermanos Gretel (Sophia Lillis) y Hansel (Sammy Leakey) y la bruja Holda (Alice Krige, quien me impresiona desde que la vi por primera vez en Ghost Story [1981] de John Irvin) para colocarlo al centro de una trama en la que justo el símbolo triangular cumple una función de gran importancia a nivel visual y que demuestra de nueva cuenta que los textos clásicos, para acudir a una de las célebres definiciones de Italo Calvino, son aquellos que nunca terminan de decir lo que tienen que decir. El bosque como espacio esencialmente mítico, cargado de ecos folclóricos y pulsiones atávicas, cobra en Gretel & Hansel una dimensión fantasmática aunque corpórea que lo transforma en otro personaje de la historia para entroncar con la tradición gótica de la que los hermanos Grimm fueron claros precursores. Lo más brutal y desafiante de la propuesta de Perkins, sin embargo, es la manera en que la mujer con sus ritos de paso y sus misterios litúrgicos, desbloqueados y desatados a partir de la menstruación y posteriormente de la maternidad, deviene figura primaria en un universo donde el elemento masculino es catalogado literalmente como una toxina que hay que erradicar para seguir adelante con el proceso evolutivo: no en balde los nombres del texto original, Hansel y Gretel, están invertidos, ya que aquí viene primero la mujer y después el hombre. Pocas obras dentro del cine de terror contemporáneo son tan ricas y estimulantes como esta: una joya que lanza múltiples destellos tétricos.
Cada determinado tiempo surge una película que expande los límites del horror, confirmando que el género todavía tiene ángulos macabros dignos de ser explorados. Esa expansión se produce ahora gracias a Longlegs (2024), el cuarto largometraje de Perkins, que constituye un viaje impactante al fondo de la noche de la maldad. Precedido por una eficaz campaña publicitaria que por fortuna abrió sólo una serie de pequeñas rendijas para atisbar su inmensa carga de tinieblas, el filme retoma el hilo satánico que el director comenzó a enhebrar con The Blackcoat’s Daughter e incluso llega a contar por segunda vez con la participación de Kiernan Shipka en un papel secundario pero no por ello menos sobrecogedor que el que tuvo en aquella cinta. Entre las diversas virtudes de Longlegs hay que destacar el intachable cuadro actoral en el que sobresalen la protagonista y su antagonista: Lee Harker, una joven agente del FBI con misteriosas habilidades psíquicas encarnada por Maika Monroe (a quien vimos en la magistral It Follows [2014] y veremos en su secuela They Follow [2025], ambas dirigidas por David Robert Mitchell), y Dale Ferdinand Cobble, el asesino andrógino obsesionado con la banda de glam rock T. Rex e interpretado por un irreconocible Nicolas Cage en modo demencial absoluto. Cuesta pensar qué sería de Longlegs sin la presencia de Cage, que se oculta tras un maquillaje grotesco que evoca una cirugía estética mal practicada para dar una vibrante vida siniestra a uno de los mayores psicópatas del cine actual, un “Gepetto poseído” como lo ha definido el propio actor, una suerte de criminal metafísico que se desempeña como fabricante de muñecas: un oficio que revelará su condición de metáfora perversa a medida que se desenvuelva la trama. Sus apariciones en pantalla, escasas como las de John Doe (Kevin Spacey), el multihomicida de nombre genérico de Seven (1995) de David Fincher —una influencia que Perkins acepta—, conceden a la historia un aire de enajenación y vileza humanas que sacude con fuerza, y más aún cuando sabemos que Cage se inspiró para su interpretación en su madre, la bailarina Joy Vogelsang, víctima de esquizofrenia y depresión severa hasta su muerte en mayo de 2021. Sustentado en una numerología o algoritmo —como lo llama la agente Harker— que gira en torno del seis, cifra maléfica por excelencia, el guión de Longlegs, a cargo del mismo Perkins, teje una red de crueles homicidios de familias que se va cerrando sobre todos los personajes hasta sofocarlos. Aunque se desarrolla en 1996, la narración inicia en realidad en 1966 con la primera masacre familiar que inaugura una sangrienta cadena de crímenes irresueltos que se extiende durante tres décadas y cuyos diez eslabones están fechados seis días antes o después de los cumpleaños de niñas nacidas el 14 de distintos meses. La propia agente Harker nace un día 14 en 1965, un año antes de que se desate la secuencia fatídica, y entra en contacto con Cobble cuando cumple nueve años (seis invertido) en 1974, un año antes de que Carrie Anne Camera (Kiernan Shipka) se convierta en la única sobreviviente de la matanza de su familia y en la posterior súbdita espiritual del asesino, quien le dice cuando es apenas una niña: “Sé que no te asusta un poco de oscuridad porque la oscuridad eres tú.” La manera en que Longlegs maneja temas habituales del horror como la posesión demoniaca y la transfiguración de muñecas en receptáculos de energías sobrenaturales, su forma de abordar el mal como una infección que se contagia a humanos y objetos inanimados por igual, son sumamente singulares y remiten a uno de los postulados del crítico y teórico norteamericano Fredric Jameson: “El problema de los objetos no es ni su juventud ni su vejez sino su masiva transformación en instrumentos de comunicación. Es lo que actualmente sustituye a las viejas metamorfosis surrealistas, la ciudad onírica, el espacio doméstico del increíble hombre menguante o el horror a lo orgánico en tanto ciencia ficción, en la que, al rozar un objeto inanimado, de repente parece como si hubiésemos tocado la mano de alguien.” En este caso esa mano es la paterna, cuya función protectora se subvierte para volverse agente y ejecutora de la violencia: los padres de Longlegs, cuyo título remite a los artrópodos conocidos popularmente como Daddy Longlegs —un grupo de arácnidos pertenecientes a la especie Pholcidae, de la familia de los araneomorfos—, caen sin advertirlo en una telaraña indudablemente diabólica que resulta letal para ellos y sus familiares. La alabanza a Satanás con que concluye Longlegs estrecha todavía más su nexo con The Blackcoat’s Daughter, donde se escucha la misma alabanza de labios de Katherine, la chica poseída que acuchilla con lujo de salvajismo a tres mujeres en el internado Bramford.
Dueño de una sensibilidad privilegiada para estudiar las sombras que se ciernen sobre el mundo sin que podamos o queramos percibirlas pese a que son parte de nosotros, Osgood Perkins prepara ya su quinto largometraje para 2025: The Monkey, basado en el relato homónimo de Stephen King incluido en la colección Skeleton Crew (1985) y encabezado por Theo James y Elijah Wood. Vendrán de nuevo, así pues, los muñecos malévolos, las presencias tenebrosas que irrumpen en la esfera cotidiana para recordarnos con un susurro al oído: “La oscuridad eres tú.”