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En el último año, las denuncias de plagio y apropiaciones de la iconografía de comunidades indígenas por parte de grandes empresas o diseñadores reconocidos no pararon.

Cada vez que surge un nuevo caso se genera una ola de indignación social, se escucha a las comunidades y artesanos levantar la voz, surgen propuestas para foros de discusión, pero ningún mecanismo o herramienta legal se ha logrado concretar hasta ahora para frenar este fenómeno.

¿Qué hacer mientras se crea un mecanismo de protección? ¿Es posible generar un esquema de diseño colaborativo y equitativo entre artesanos y diseñadores o empresarios? ¿Cómo debería funcionar la colaboración entre ambas partes?

Por un lado, comenta en entrevista Marta Turok, lo que hay que empezar a hacer es tomar el pulso de las comunidades y diagnosticar los problemas. Del lado de los diseñadores o empresarios debería crearse un decálogo de buenas y mejores prácticas, además de promover un tipo de certificación sustentable para las marcas y firmas que acrediten un trabajo colaborativo, opina: “Una certificación sustentable puede ser una propuesta, donde todo se supervise y se otorgue una etiqueta. Hablo basándome en otros esquemas que hay”. Un esquema de este tipo, dice, implicaría la supervisión de una dependencia federal para resolver las controversias.

La directora del Centro de Estudios de Arte Popular Ruth D. Lechuga, quien ha seguido de cerca las controversias entre artesanos y diseñadores o trasnacionales, celebra que la sociedad civil esté atenta a los casos y los exhiba, pero considera que esa queja tiene que desembocar en una herramienta legal que frene este fenómeno. Y mientras se encuentra un mecanismo los diseñadores y empresarios tienen que entender que lo mínimo que deben hacer es darle crédito a la comunidad de donde toman la inspiración y citar el nombre del artesano, señala: “Pero eso es sólo un paso, no con eso te lavas las manos porque están teniendo un beneficio mas allá del crédito. El asunto del crédito y retribución tiene que empezar a trabajarse”.

La antropóloga Marina Anguiano, de la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH, opina que lo que se necesita es fomentar la etnicidad y la autoestima de las comunidades para que sean ellas mismas quienes valoren sus creaciones y exijan un pago justo. “A las mujeres mayas en Mérida, un diseñador francés les paga 238 pesos por el diseño de una bolsa que él vende en 28 mil pesos; te indignas, pero luego ves las fotos y ellas están muy felices con él, no se dan cuenta de su explotación, dicen que están contentas porque nunca han llegado a ganar esa cantidad. ¿A qué se debe esto? Pues si estás en la pobreza extrema, no importa que se lleven tus motivos, tu iconografía, tus tradiciones, lo que importa es tener algo en el bolsillo para comer”.

Anguiano, quien se ha dedicado al estudio y documentación del mundo huichol, considera que una manera de revalorizar las creaciones de las comunidades indígenas es replantear el concepto de artesanía y artesano: “Es mucho mejor utilizar arte huichol o wixárikas; arte otomí, zapoteco, mixe, chinanteco, nahua. Al considerarlas artesanías y no arte son mas vulnerables a la explotación, plagio, comercialización desventajosa de las empresas o marcas”, dice.

Diálogo con artesanos. Del lado del diseño, creadoras como Carla Fernández, cuya marca nació hace 17 años inspirada en la riqueza de la tradición textil en México y que ha creado una red de trabajo con artesanos, y Dulce Martínez, directora creativa de Fábrica Social, que nació hace 10 años como una escuela de diseño rural itinerante y que luego se convirtió en una comercializadora, aseguran que sí es posible un diseño colaborativo y justo. Para ellas, la moda y diseño contemporáneo no deben estar peleados con la artesanía e iconografía tradicional. La clave, coinciden, está en valorar el trabajo artesanal, la creatividad y el quehacer de los creadores indígenas.

“Muchas veces el diseñador asume que es el creativo, y que el artesano es el que hace la manualidad; yo creo que nuestros artesanos son los mejores diseñadores de México”, opina Fernández, quien el año pasado llevó su colección primavera-verano a las pasarelas de Nueva York. Actualmente trabaja con diversos grupos de artesanas, su proceso de colaboración, dice, es desarrollar los diseños con ellos y pagarles un porcentaje determinado. “También desarrollamos para otros clientes, si hay un cliente de Estados Unidos y quiere bolsas, les ayudamos, obviamente respetando sus técnicas tradicionales. Trabajamos con grupos artesanales temporada tras temporada porque así funciona la moda; si contratas a una comunidad por una temporada y luego ya no, no tiene sentido. Tienes que estar trabajando todo el tiempo con ellos, así sea lana chamula te inventas algo y la presentas en verano. Hay que mantener la colaboración ”.

La diseñadora está convencida de que la relación equitativa con los artesanos es posible. En el mundo de la moda hay varios ejemplos, la clave es ser respetuosos del proceso artesanal, sostiene: “La apropiación para algunos es muy fácil, vienen y ven esos textiles maravillosos, se los llevan y los copian. Lo que me parece que está muy mal es que si un diseñador le copia a otro diseñador es un delito, pero si le copia a un artesano no. Hay que pagar esos derechos de autor, si estás apropiándote de su patrimonio cultural, tienes que pedir permiso y ver de qué manera responder y retribuir a la comunidad”.

Aunque admite que, en algunos casos, lograr los consensos puede ser un tema complejo: “Las comunidades tienen formas muy diferentes de querer ese pago o ese reconocimiento, porque cada una es un mundo. Si trabajas con tenangos, donde hay seis mil bordadoras y eres un diseñador pequeño, ¿cómo le haces para pagarles a esas seis mil bordadoras? ¿cómo se van a organizar ellas?”, plantea.

Dulce Martínez coincide en que la clave es respetar la creatividad del artesano y lograr consensos: “Cuando el artesano no tiene ninguna injerencia en el diseño del producto, solo maquila, es una gran pérdida porque ellos son maestros de lo que hacen, no solo a nivel técnico, llevan años desarrollando iconografías. Para mi, eso es como silenciar ese conocimiento”.

La labor de Fábrica Social, que cuenta con cuatro puntos de venta en la ciudad, consiste en visitar comunidades, capacitar a las mujeres, ayudarles a desarrollar prendas u objetos, comprarlas y venderlas en tienda. Las piezas se pagan por horas de trabajo invertidas, entre 30 y 42 pesos la hora. Cada una de las prendas o accesorios en tienda portan etiquetas con el número de horas trabajadas, el nombre del artesano y el precio. “Hay grupos que diseñan y desarrollan todo sus productos, hay mujeres que solo diseñan los textiles, pero siempre hay una libertad creativa, el diseño es de la artesana, nunca les decimos qué hacer, lo único que les decimos es el área del bordado y el número de horas que deben tener”, explica Martínez.

Para ella, una colaboración equitativa requiere “un intercambio de conocimientos y una responsabilidad bien clara de cada parte sobre lo que se está haciendo”. Además, dice, la relación diseñador-artesano se tiene que ver de manera horizontal. “En México al artesano se le ve como a alguien en desventaja, cuando la realidad es que no, ellos tienen muchos conocimientos, incluso más que el diseñador, y no es que no sepan nada. Hay que reconocer que un diseñador industrial o de moda no va a saber más del textil que el artesano, aunque probablemente sepa más sobre tendencia y mercado”, señala.

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