Las palmas de las manos colocadas en el vidrio del ventanal, Ricardo Anaya miraba la amplia extensión de la avenida Santa Fe, flanqueada de altos edificios de acero y cristal, en la luz de la tarde color del oro.

Ese es el país que conduciré, pensó, admirado de su propio destino. Un país moderno. Rico. Limpio. Parecido a Houston. Pero más bonito. La onceava economía mundial. Sólo le faltan algunos cambios minúsculos para ser una potencia. El Japón de América Latina.

A su espalda, sentados a una larga mesa, su equipo de asesores en materia de Seguridad tecleaban en sus computadoras reorganizando la información.

Llevaban así días, encerrados en el piso 35 de un edificio inteligente, reorganizando pantallas llenas de oraciones llenas de palabras, para elegir las palabras de las oraciones limpias y directas con la que su candidato resumiría el futuro de la Patria en el primer debate presidencial.

En cambio, Andrés Manuel López Obrador, AMLO, viajó por carretera durante la semana previa al debate en su camioneta ranver blanca, su símil de la carroza en la que Benito Juárez recorrió el país en su presidencia itinerante, ahí por los años en que reinó en México el usurpador austriaco, Maximiliano de Habsburgo.

A ras de suelo, era un país difícil de abarcar con palabras. Sectores paupérrimos, sectores clase medieros empobrecidos y sectores aislados glamorosamente ricos. Además, un país con la tercera parte de su territorio asolada por una guerra civil. Luego de Siria, el país con más muertos en hechos de violencia. 234 mil muertos en 12 años.

Si me preguntan cualquier cosa en el debate, pensó para sí AMLO, nada más miro las líneas de la palma de mi diestra. Me sé el país como las líneas de la palma de mi diestra.

El general Cienfuegos se quitó el quepí y muy erguido lo colocó bajo su sobaco.

Meade y su equipo de asesores para el debate, sentados a la mesa de medio círculo de la sala de situaciones de la mansión presidencial, guardaron un momento de silencio.

—Le quiero preguntar —dijo el doctor Meade —no sobre la guerra, general, sino sobre la seguridad del país, que me parece es distinto.

—No se engañe, doctor —respondió áspero el general Cienfuegos. —Es lo mismo. La seguridad, bajo las condiciones objetivas del país, es la guerra. Si quiere le digo qué capacidad de violencia necesitamos para ganar por fin esta guerra contra el crimen.

Luego de los campos sembrados con maíz aparecieron los campos verdes con puntos rojos, los campos de amapola, tan amplios como la demanda de opiáceos más allá de la frontera norte de la Patria. Campos ilegales, fuera de la ley.

—¿Cuánto les pagan los narcos a un sembrador? —preguntó AMLO.

—6 mil pesos al mes —dijo a su espalda, en el asiento posterior de la ranver, Miguel, un campesino vestido en camiseta y vaqueros.

—¿Y los riesgos? —preguntó AMLO. —La cárcel, para empezar.

—Mire candidato —le respondió su informante—, si no sembramos amapola nos morimos de hambre, y si nos meten a la cárcel por sembrar amapola, pues tampoco está mal. En la cárcel tenemos también qué comer.

—En síntesis, la estrategia es matarlos en caliente —resumió el general Cienfuegos, todavía en pie luego de 5 horas de dar su parte de la guerra al doctor Meade. —En el lugar mismo de la acción de combate ajusticiarlos a todos, uno por uno, sin averiguar mayor cosa. Para que luego no opere el pacto que tienen los narcos con el Estado.

—¿Cuál pacto? —preguntó el doctor Meade.

—Los carteles compran a los jueces, o peor: a los gobernadores, o permítame decírselo: al presidente en turno, y en consecuencia quedan libres.

El aire se llenó de un presagio de pólvora.

—Por eso, la única estrategia posible es la de la fuerza directa, inmediata y avasallante —continúo el General. —Acabar la violencia con mayor capacidad de violencia. Todo debe rendirse a la voluntad del Estado. Suena paradójico: romper el pacto del Estado imponiendo la fuerza del Estado, pero no es mi culpa, la culpa es del Estado corrupto que tenemos.

El sábado previo al debate, Anaya lo pasó ante el pizarrón digital, memorizando en voz alta un bosque de palabras. 32 posibles preguntas y sus limpias respuestas. 32 posibles respuestas de AMLO y el ataque para descalificarlas. La memoria aceitada, la voz fluida, las comas y los puntos precisos.

AMLO en cambio pasó el sábado pegando estampitas con su hijo de 10 años, y mirándose de vez en cuando la palma de la mano y sus líneas, y sonriendo pícaro y confiado: ahí estaba todo el futuro de la Patria.

Meade, por su parte, pasó las vísperas del debate caminando y pensando, y con repentinos tronidos de disparos en la cabeza que lo hacían trastabillar: así que ser Presidente de México sería ser Comandante en Jefe en una guerra civil que nadie se atrevía a siquiera nombrar, mucho menos a describir en su desordenada complejidad. De ese pajar complejo, a la media noche eligió una sola idea, para no confundirse:

—Mayor capacidad de violencia.

El domingo, en la majestuosa estancia del Palacio de Minería, tras los seis podios, cinco candidatos se encomendaron al dios de la alocución fluida y AMLO nada más se miró la palma de la diestra, y sonrió.

—Siéntate —le dijo la mamá a la niña y palmeó el sofá a su lado. —Ya empezó el debate sobre el futuro de la Patria.

La niña traía en una mano su cuaderno de cuadricula grande y en la otra una pluma bic de tinta negra. Qué emocionante. Mejor que ver a la selección jugar en el mundial de futbol contra Alemania, porque en el fut uno ya sabía que México iba a perder, en cambio en el debate cada candidato expondría cómo México podía ganar la paz bajo su presidencia.

El lunes, la niña se paró ante el salón, con su cuaderno de cuadricula grande en ambas manos y dio su informe.

—Todos proponen ganar la paz matando más gente, pero con mejor equipo —resumió. —Solo AMLO propone algo distinto. Una amnistía.

—Explica qué es eso —le pidió la maestra, parada a su lado.

—Pues quién sabe qué es. Cómo voy a saberlo yo si AMLO no lo sabe tampoco. No dijo para qué delincuentes sería la amnistía. Para los campesinos o los halcones o los sicarios o los capos o los gobernadores o los presidentes narcos. O para todos. Ni explicó si además de la amnistía el Ejército seguiría en la guerra. O si legalizaría la droga. O qué drogas. Nada. Sólo dijo que se lo iba a preguntar a otras personas, incluido a su papá.

—Al Papa —la corrigió la maestra.

—Hazme el favor —dijo la niña francamente embroncada. —¡Al Papa!

La maestra le preguntó entonces:

—¿Qué calificación le pones a cada candidato en la materia de imaginar un futuro mejor para la Patria?

—Cero a todos —dijo la niña, la voz apretada por el enojo.

El general Cienfuegos se detuvo en la plaza regada con cuerpos tirados, en la diestra el revolver caliente, su dedo índice entumecido de tanto jalar el gatillo .

Bajó la vista para ver junto a su bota la cara de un muchacho moreno, de unos 14 años, las orejas grandes, los ojos más grandes por el terror o por la esperanza. Cuando uno se agarra del último hilito de la vida, el terror y la esperanza tienen la misma mirada enorme.

—Ayúdeme —lo escuchó murmurar.

El General Cienfuegos adelantó el revolver y apuntó hacia el pecho del muchacho. A su corazón.

—¿Puede describirnos en qué consistiría la amnistía? —preguntó la moderadora a AMLO. —Tiene un minuto.

AMLO se miró la palma de la diestra, pasó la lengua por sus labios secos, espero que las palabras para imaginar un país pacificado le vinieran desde esa palma abierta, o desde el Norte de su cerebro, la zona de los dioses, o desde el Sur, la zona de la piedad del corazón, pero le llegaron desde los distintos rumbos, disparatadas, inconexas: imaginar un futuro no es algo fácil, menos un futuro de paz en un país en guerra, es un trabajo arduo, un trabajo mayor que imaginar la Capilla Sixtina y la cúpula donde Miguel Ángel imaginó el Cielo.

—Usaremos —dijo AMLO en el segundo 45— usaremos cualquier cosa, cualquiera, para conseguir la paz, cualquier cosa, incluso le pediremos ayuda —sonrió iluminado por la ocurrencia— al Papa.

—¡A su papá! —exclamó la niña de 14 años ante el televisor, y tiró el cuaderno al piso embroncada.

Y sin embargo, si un futuro de paz no puede imaginarse, apalabrarse, describirse en su complejidad, solo queda una cosa segura: tampoco podrá construirse.

El General Cienfuegos jaló el gatillo: la bala cruzó el corazón del niño.

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