Muestra, pues, amor al extranjero, porque tus padres fueron extranjeros en la tierra de Egipto. Deuteronomio

Eran 12 diamantes. Pequeños. De perfecta transparencia. Tallados en forma de poliedros, con tantas facetas que parecían esferas.

Se los había regalado a Minka el tío Simón en su boda, un familiar no consanguíneo, el segundo esposo de la que fue la primera esposa del hermano de su marido. Tal vez no un pariente consanguíneo pero sí un hombre muy rico y generoso. Cazador de diamantes en África.

25 años después de la boda, Minka extrajo de su bolso de mano la cajita de plata, del tamaño de una caja de cerillos, la destapó, contó en voz alta los 12 diamantes, y se los entregó al dentista, con un suspiro.

Menuda y breve como era, subió al sillón y abrió la boca. El doctor Krauss le inyectó anestesia en las encías de los cuatro cuadrantes de la dentadura. Luego le colocó una máscara para sedarla. Luego le retiró la máscara, le separó con las manos las quijadas, y prendió el motor que puso a girar la fresa quirúrgica.

Le abrió 12 dientes, cada uno lo evacuó de la materia central. Colocó en cada hueco un diamante. Tapó luego cada diente con una corona de porcelana.

Al día siguiente Minka y su marido Wolf salieron de su señorial casa de cuatro pisos sin cerrar tras de ellos el portón con llave. Se iban para siempre de Bielsko Biala. Tras ellos iban cuatro niños. Dos hijas, dos sobrinos. Cada cual cargaba una maletita de mano. Nada más. Lo único que quedaba de una vida.

Por tren cruzaron Polonia y luego cruzaron Rusia. Luego cruzaron en barco a Japón. Por barco cruzaron el océano para llegar a San Francisco, donde no les permitieron desembarcar, Norteamérica no admitía más refugiados, pero les permitieron a las niñas llegar a media escalerilla, para que el periodista del San Francisco Chronicle les tomara una fotografía, que apareció en primera plana, al día siguiente.

Dos niñas encantadoras de ojos más grandes que ellas mismas, las cabezas reclinadas en el pasamanos de la escalerilla, bajo el titular: No queremos inmigrantes.

Arribaron en el mismo barco a Manzanillo y de ahí viajaron en tren a la Ciudad de México. Rentaron un departamento de dos estancias. Una sala-cocina y un cuarto de dormir para los seis miembros de la familia. Imposible compararlo con aquella casa perdida, la del Viejo Mundo, con cuatro pisos y 15 habitaciones.

A la noche siguiente, Minka lavó su único cambio de ropa. Un traje beige, una camisa blanca, un par de guantes blancos y medias transparentes. Se levantó en la madrugada para planchar la ropa. Se vistió lenta y cuidadosamente. Se colocó el collar de perlas falsas y blancas.

Destapó la cajita de plata, del tamaño de una caja de cerillos, y se la entregó al doctor Eliseo González. En su escaso inglés le explicó que ahí debería él colocar los diamantes. El doctor González le replicó en su poco inglés que sí, que entendía.

Minka subió al sillón dental. Cerró los ojos. Abrió la boca. Sintió el piquete en cada una de las cuatro encías. El doctor le colocó la máscara. El vapor sedante fue entrando a su sistema respiratorio.

Luego contaría que fue como morirse. Más precisamente, cómo dejarse caer en una fatiga infinita. La fatiga de haber perdido toda fe. La fe en Dios y la fe en los seres humanos. Durante un año de huir de los nazis a través de Europa había visto actos de odio y de indiferencia atroces. Bombas explotando sobre personas. Soldados disparando a perfectos desconocidos, que iban cayendo en una fosa abierta, como pinos de boliche. Funcionarios abofeteando mujeres para someterlas y después violarlas en el piso. Hordas de personas hambrientas asaltando una panadería.

Y el acto que cada que recordaba le hacía inexplicablemente llorar: un capitán japonés diciéndole a su hija Raquel de 11 años que se levantara del sillón forrado con seda amarilla donde la niña se había sentado.

—Eso no es para ti —había mascullado en alemán el capitán.

En el sopor de la anestesia pudo todavía pensar en el tamaño de su propia inocencia. Le había entregado los diamantes a un doctor no judío en Polonia, al inicio de una guerra que había desalmado a todos, y no sabía si los había de verdad colocado dentro de sus dientes. Y ahora se ponía en manos de otro doctor no judío, un perfecto desconocido llamado con un apellido improbable, González.

Quiso alzarse del sillón e ir a buscar a su marido, era una tontería haber asistido sola a esa operación. Demasiado tarde, el cuerpo no le respondió. Ni siquiera pudo mover los labios para decirle al doctor que parara.

Se dijo al fondo de sí misma: con tal de que queden tres o cinco piedras, me doy por bien servida. Alcanzará para pagar un año de renta, la anualidad de la escuela de los niños y tal vez alcance para que mi esposo compre madera y hebras y ensamble una docena de brochas para pintar, para empezar a vender brochas en el Nuevo Mundo. Fue en las brochas de su marido en lo último que pensó antes de perder la conciencia.

El doctor González le entregó la cajita de plata, cerrada. Por pudor, Minka no la abrió ahí mismo. No fuera a insultarlo si ahí mismo contaba su tesoro. En cambio le extendió un billete de diez dólares y se despidió.

Con las mejillas hinchadas y los ojos rojos, caminó las ocho cuadras a su nuevo hogar, menuda y pequeñita como era, y subió los cuatro pisos de escaleras. Pero llegando a la sala-cocina de su departamento, sí abrió la cajita de plata y fijándose en uno por uno de los poliedros translúcidos, casi esféricos, donde la luz del día anidaba, fue contándolos en voz alta.

Eran, exactamente, 12.

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