Una tarde de diciembre, mientras el camarógrafo y el director de cine se hallaban sentados en flor de loto, meditando, fueron interrumpidos por el rebuzno de un burro.

Abrieron los ojos y se miraron entre sí. Habían huido de Los Ángeles a México y ahí habían encontrado el sitio más apartado posible para encerrarse a buscar el silencio.

Otros tres rebuznos consecutivos, más altos que el primero, hicieron que el director fuera a la puerta del salón vacío y la abriera para gritar:

—¡Callen a ese burro!, ¡necesito silencio!

Y como el evento más importante de la historia del pequeño pueblo era la presencia del famoso director de cine, su orden fue obedecida de inmediato: José, el muchacho moreno encargado de la casa, se subió a su viejo Datsun destartalado, y fue a recorrer las dos calles principales del pueblo diciendo por el altavoz instalado en el techo del vehículo:

—¡Silencio!, ¡el director quiere silencio, burros!

Los 300 habitantes del pueblo se apresuraron a cumplir la orden. Apagaron los radios y las televisiones, en la plaza los que platicaban sentados a las mesas de la nevería se callaron y en las calles o en las casas empezaron a caminar en las puntas de los zapatos.

El director y el camarógrafo volvieron a sentarse en flor de loto, cerraron los ojos, volvieron al ejercicio de poner su atención en sus respiraciones, lentas y profundas, vigilando que la respiración no se les convirtiera en habla, y por tanto los apartara del presente.

Y entonces volvió a rebuznar el burro, un rebuzno más largo, más estruendoso, como el sonido de una trompeta.

—¡José!— gritó el director en el quicio de la sala de meditación. —¡Que calles a ese burro, carajo! ¡Cállalo ahora mismo y para siempre!

—Ah, usted habla del burro— le respondió José, cuando estuvo frente al director. —¿Del burro de verdad?

—Sí, hablo del burro— dijo el director.

En su Datsun destartalado, José llegó a la última casa del pueblo y les pidió a los dueños que se llevaran a su burro lejos. Y sí, la pareja se montó en el burro y se fue por la orilla de la carretera al pueblo contiguo.

Entonces el director de cine y el camarógrafo se sumergieron de nuevo en la contemplación de su propia respiración, y así llevaban diez minutos cuando el director empezó a llorar con los párpados cerrados:

—¿Oyes a los pajaritos?—le preguntó al camarógrafo—, ¿y oyes más allá los camiones? ¿Y más allá unas putas vacas?

Fue a entornar la puerta para gritar:

—¡Joseeé!

José salió de su casa, en el otro extremo del jardín, armado con un fusil. Lo apuntó a un pájaro rojo que detenido en una rama silbaba con alegría y pum, lo mató. Y poniendo el rifle sobre su hombro fue hasta el director que lo esperaba con la boca abierta.

—Ahora voy a callar a las vacas— le prometió José. —Y a los coches de la carretera.

—No, no, espérate— dijo el director, azorado por la diligencia de José. —Tengo una mejor idea.

Como hacen los sonidistas del cine para aislar una habitación del ruido exterior, los tres hombres se pusieron a sellar con cinta canela las junturas de cada ventana de la sala y las ranuras de cada puerta.

Esa noche meditaban cuando el camarógrafo abrió los ojos y le dijo al director:

—¿Puedes dejar de respirar por favor? Estás interrumpiendo mi silencio.

—Y tú el mío— respondió el director. —Uno de los dos tendrá que irse de acá y no soy yo.

Así, el director se quedó solo en la sala sellada contra el ruido. Sentado en flor de loto, cerró los ojos, y lo que escuchó entonces, por primera vez en su vida, fue su propia existencia: su respiración, el rumor de su sangre corriendo por sus venas y el latido de su corazón.

Abrió la puerta y estaba por gritarle a José cuando se lo encontró enfrente. Se había sentado ante la puerta de la sala de meditación, por si al director se le ofrecía otra cosa.

—Que regrese el burro —le pidió el director—, que regresen las vacas, que la gente deje de andar de puntas, y ve y dile al camarógrafo que lo espero para quitar la cinta canela de la sala para meditar.

Años después, luego de contar esta historia, el director habría de decirnos a sus amigos que en esas meditaciones descubrió lo más importante que se puede saber del silencio.

—Es el corazón de una alcachofa, que por cierto no tiene corazón. Es el ángel que nunca ha descendido ni descenderá. Es el unicornio de las filosofías.

Es decir, algo que no existe.

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