1. Entre la Sierra Madre Occidental y el Océano Pacífico, en un determinado lugar de la franja de tierra donde la temperatura es siempre cálida, la fauna es tranquila y variada, los árboles son antiguos y las estrellas se miran por las noches como un polvo de oro, había una cabaña pequeña y solitaria y roja.

Ahí vivía la escritora que firmaba sus historias con dos letras. R.T.

Nadie estaba cierto de la nacionalidad o del idioma en el que escribía R.T.: sus relatos, que hablaban siempre de la vida de una mujer solitaria entre las especies benignas de una tierra en eterna primavera, aparecían traducidos en publicaciones de distintos países, y cuando publicó el libro que la volvió célebre, El Nopal, el único dato geográfico que los críticos resaltaron tenía que ver con el método con que lo había construido.

Según R.T., había imitado la forma con que los nopales crecen. Los nopales dan hojas ovaladas y gruesas, que a su vez dan en su punta otras hojas, ovaladas y gruesas, y así van acumulando su altura. Ella había escrito un relato, que a su vez y naturalmente originó el siguiente, y ese originó otro más, hasta completar un libro, que teóricamente pudo haber seguido creciendo sin límite.

Sucedió entonces que en dos países los relatos de R.T. empezaron a ser publicados mensualmente y leídos con especial avidez. En Japón y Australia. Países donde por cierto no se dan los nopales. Y sucedió que algunos lectores de aquellos países organizaron una excursión a lo largo de la franja de tierra donde las historias se situaban, para dar con la famosa autora.

Y sí, los excursionistas dieron con la pequeña cabaña roja y con R.T., que por entonces era alta y delgada, tenía una melena de pelo castaño y vestía siempre de vaqueros y camisetas negros, y R.T. los invitó a su cabaña y tomaron con ella un té de hierbabuena, cortada del mismo patio de la autora.

Así se volvió un deporte de lujo para los australianos y los japoneses ricos cruzar los océanos que los separaban de R.T. y llegar a las cercanías de la cabaña roja y tener la oportunidad de visitarla y tomar con ella un té de hierbabuena en su patio y luego escribir y publicar los pormenores de la reunión. Fue por entonces que una famosa actriz australiana y R.T. aparecieron en la portada de una revista de modas —y eso lo cambió todo.

El turismo japonés y australiano aumentó, se agregaron turistas franceses y belgas y noruegos y suecos, y los lugareños, que nunca habían leído a R.T., gracias a los turistas rubios y pálidos se percataron de su importancia y quisieron que los asociaran con ella.

Para ello se mostraron generosos: los ganaderos y empresarios agricultores de la franja ofrecieron su dinero para construirle, en el lugar de la cabaña roja, una confortable casa de dos plantas, con habitaciones suficientes para albergar a los visitantes que ella decidiera.

Así llegaron a hospedarse a la Casa R.T. un conjunto sueco de rock and roll. Un chef cinco estrellas francés. Un ministro de Cultura de Finlandia. Y un largo etcétera variado y colorido.

Naturalmente la casa de dos pisos se volvió un popular lugar de encuentro para los lugareños adinerados y los visitantes internacionales. Una especie de club del jet set. Sus actividades sociales se volvieron tan numerosas y excitantes y ruidosas que nadie se percató que hacía tiempo que R.T. ya no vivía ahí.

R.T. había ido a instalarse kilómetros adelante en una cabaña pequeña y solitaria, que pintó esta vez de verde, y donde podía escribir sus relatos sobre la vida feliz y fácil en convivencia con otras especies benignas y por cierto no sociales.

Al descubrirlo, un amargo enfrentamiento ocurrió en la Casa R.T. Algunos de sus socios insistieron en recuperar la finalidad inicial de la construcción: albergar confortablemente a la autora y darle la autoridad de invitar a las otras habitaciones a algún visitante, o no invitar a nadie. En cambio otros socios reclamaban el derecho a decidir sobre los usos de la casa cuya edificación después de todo ellos habían pagado.

Se procedió a la votación y los alborotadores, aquellos necios que querían regresar a la esencia original de la casa, resultaron ser una minoría y fueron invitados a abandonar el club y crear otro por su cuenta, si así lo deseaban.

Y sí, así lo hicieron: buscaron a R.T., la encontraron en su nueva cabaña verde, y en su lugar le construyeron una casa de dos pisos y numerosas habitaciones para huéspedes y para reuniones sociales.

Muchos años después, cuando este diciembre un famoso director de cine y su camarógrafo llegaron a la franja en busca de su autora predilecta, se admiraron del crecimiento urbanístico: a lo largo de la carretera se encontraba una sucesión de clubs selectos, cada uno orgulloso de su origen y cada cual con un nombre que contenía las siglas R.T. o alguna referencia a sus relatos.

Casa R.T. La Mansión original R.T. El Secreto y verdadero R.T. La Experiencia del nopal. El nopal mágico. Y un largo e imaginable etcétera.

Cada club presumía de poseer la verdadera esencia de R.T. en el despliegue de su arquitectura y su gastronomía y sus tradiciones, y en ninguno de ellos vivía R.T.

El último club construido era notable por ser al mismo tiempo un museo. En sus paredes habían pantallas de plasma donde se miraban a los animales de los que versaba algún relato de la autora y habían también hologramas de R.T. en un momento climático de algún relato. Ella con una víbora cascabel rodeándole el brazo. Ella y las ardillas gays. Ella y el árbol del amate soltando al aire sus dos mil semillas. La mata de mariguana donde ella conversó una madrugada con Dios. Y tampoco en el museo vivía R.T.

Acá acaba esta historia, pero como escribo en vacaciones y dispongo todavía de otra página, contaré otra historia que nace de esta, como una hoja de nopal nace de la que la sostiene.

2. Sucedió que el director de cine y el camarógrafo se albergaron en el club más distante de la primera Casa R.T., con la esperanza de encontrar en sus cercanías a la autora. Varios días los pasaron caminando y fotografiando el campo y escalando y fotografiando la sierra, y una tarde, desalentados y de vuelta en el club, tomaban en el patio un té de hierbabuena, cuando el gerente del lugar vino a sentarse con ellos y los desengañó:

—Esta es la triste verdad— les dijo el caballero de bigotes negros. —Se las digo por lo mucho que amo sus películas. La señora murió hace al menos diez años.

—No es verdad— dijo el director, molesto. —Hace una semana leí su último cuento en The Guardian.

El gerente sonrió:

—Si ustedes me citan yo diré que nunca lo he dicho— empezó. Y adelantando el torso les confió en un susurro el secreto indecible: —Esos nuevos relatos los escribe un algoritmo.

—¡¿Un algoritmo?!— exclamó alarmado el director.

—Lo sé porque yo soy el presidente de la Sociedad R.T. y yo hago los depósitos al científico cuya computadora los escribe.

El camarógrafo fotografió con su celular el rostro indignado del director. Luego lo fotografió empujando al gerente. Y por fin lo fotografió dejando caer las maletas en la cajuela del automóvil que rentaban. Se sentía timado, y con razón.

Habían avanzado ya varios kilómetros por el listón de asfalto de la carretera, cuando se detuvieron en una gasolinera fincada en despoblado.

Entonces, mientras cargaba el tanque con gasolina, el camarógrafo notó una figura que a unos cien metros cruzaba la carretera y continuaba caminando por en medio de las malezas.

Caminando aprisa se le acercó y notó que era una mujer de pelo blanco, cortado en un casquete, vestida en una camisa y un pantalón blancos, y que cargaba con la mano derecha una bolsa pesada. Y al llegar hasta ella le sorprendió encontrarla joven y vieja a un tiempo. El rostro marcado pero el cuerpo delgado perfectamente erecto.

Alzó su celular y le tomó una fotografía, se la envió al director y le preguntó a la mujer:

—¿Puedo ayudarla?

—No sé— dijo ella en perfecto español. —¿Puedes?

El camarógrafo le tomó la bolsa llena de mangos y se fue tras ella por un sendero que subía entre las malezas, hasta llegar a una cabaña pintada de color azul celeste.

Entraron a la única estancia interior, el camarógrafo depositó en una mesa la bolsa y empezó a fotografiar con su celular varios detalles. La computadora vieja. La ventana que enmarcaba un nopal verde pálido. La ardilla que en un rincón mordía una bellota. Un pájaro rojo parado en la esquina de una mesa. Y nada más, porque R.T. le quitó el aparato y lo metió en un vaso, que fue a llenar de agua en el grifo de la tarja.

Un año después el camarógrafo volvió a Los Ángeles. Cuando le preguntaban dónde se había perdido tanto tiempo, respondía con un evasivo:

—Es un secreto— Lo repensaba y añadía con frustración: —Tiene que ser un secreto.

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