Estaba aquella tarde en la casa de Germán Larrea, en la magnífica terraza que abraza la cima de un escarpado monte, disfrutando del aire purísimo y de la vista de las majestuosas montañas vecinas, el quepí bajo el brazo, cuando llegó él en persona.

Alto, rubio, la mano derecha en la bolsa exterior de su saco negro, me dijo:

—Ricardo, te tengo una pregunta.

—Usted ordene patrón —respondí y choqué los talones de mis botines negros.

—¿Haz sido feliz, Ricardo?

—Muy feliz, señor —me apresuré a responder. —Despertarme a diario a las cinco de la madrugada y dormirme a las doce de la noche, pero sobre todo tener siempre a dónde ir con usted, y en automóviles así de maravillosos, le han dado sentido a mi vida y me han hecho muy feliz.

—Dime, amigo —me dijo mi patrón y colocó su diestra sobre mi hombro. —Estoy considerando escribirle una carta a mis diez mil trabajadores, para orientar su voto. ¿Tú necesitas de mi orientación?

—Señor, ¿puedo ser sincero? —dije mirando humildemente las puntas de mis botines.

—Por favor alza el rostro y sé sincero, Ricardo.

—Yo puedo usar el waze para orientarme, puedo incluso elegir solo al candidato que mejor defienda mis propios intereses, pero su orientación será siempre para mí una orden definitiva.

—Creo, Ricardo —dijo entonces mi patrón y echó a caminar, y yo caminé a su vera— que debo advertirles a mis trabajadores que el candidato de la Izquierda divide a la gente entre pobres y ricos. Ese clasismo es muy feo, ¿no te parece?

—Es de pésima educación, patrón. Hay cosas que mejor no deben ponerse en palabras.

—Instiga la fea pasión de la envidia.

—Y el resentimiento, patrón. Incluso el odio. Incluso deseos homicidas.

—Así es, Ricardo.

—Yo pienso, patrón, porque a veces, aunque usted no lo crea, tengo mis momentos para pensar, yo pienso, patrón, que si no hay algo bonito para decir, algo que produzca armonía y paz, es mejor no decirlo y tragárselo.

—Muy bien dicho, Ricardo. Y te digo qué otra cosa perniciosa hace el clasismo. Desconoce el natural agradecimiento de los obreros a los creadores de la riqueza, en mi caso del cobre, que yo produzco personalmente en las entrañas de los montes, merced a una fórmula mágica que heredé de mi abuelo y él inventó.

—Así es, patrón. Usted produce el tesoro del cobre, los obreros lo sacan, usted es el segundo hombre más rico del país y el 38ª del planeta, y nosotros, en nuestra sencillez abismal, somos felices con solo servirlo a usted.

—Muchas gracias, amigo querido —dijo mi patrón, y rodeó mis hombros con su brazo, mientras continuábamos el paseo por la larguísima terraza, el cielo abriéndose entre dos montañas como un mar interminable. —Yo no quiero amenazar a los que me sirven, solo quiero que sepan que si ese señor gana la elección, yo me iré a Chile.

—¡A Chile! —me alarmé. —¿Se llevaría usted las minas de cobre?

—No, pero sí la receta mágica con que lo produzco y los salarios de 3 dólares que pago a los mineros.

—¡No patrón! —protesté. —¡No nos abandone! Imagínese qué haríamos sin usted. No sé, una cooperativa. No sé, una empresa de dirección colectiva. No sé, una paraestatal. De verdad es imposible siquiera imaginar qué nos pasaría sin usted a nosotros.

Así caminábamos por la terraza, dialogando amigablemente de igual a igual, cuando aparecieron mil metros abajo los diminutos trabajos de la entrada de una mina. Los camioncitos miniatura, la gentecita menor que las hormigas. Y coincidentemente sonó mi celular.

Me detuve y le pedí permiso al patrón para contestar.

—Es que estás en horas de trabajo, Ricardo —dijo mi patrón, molesto.

Le expliqué que mi hija estaba enferma en una clínica del Seguro Social, y que esperábamos desde hace medio año un hígado donado, y que los costos de los medicamentos en esa clínica mal equipada y peor abastecida, me habían obligado a pedir un préstamo, por cierto que a un buen amigo del patrón, el dueño de Bancomer.

—¿A qué interés? —preguntó él.

—50% de interés anual.

—Ah, las glorias del libre mercado —musitó mi patrón. —Nada debe darse gratis, todo debe venderse al máximo posible —agregó. —De acuerdo, Ricardo. Te permito contestar.

Saqué mi aparato, pero se había cortado la llamada.

Lo guardé otra vez en la bolsa de mi pantalón.

—Te decía —continuó mi patrón—… —y se quedó silencioso, viéndome a los ojos, antes de decir: —Ya no me acuerdo qué te decía.

—Me decía que usted quiere orientar el voto de sus trabajadores.

—Ah sí. ¿Y tú entiendes por qué debo hacerlo, Ricardo?

—Claro patrón, porque el voto de usted y el de cada uno de nosotros, sus trabajadores, vale lo mismo y eso—.

—¡Eso es insoportable! —exclamó el patrón de golpe áspero. —Es una puta perversión. Una locura. La raíz de todos los conflictos sociales.

De pronto descompuesto, estaba gritándome a la cara, sentía su voz estrellándose en mis ojos:

—Las democracias capitalistas son una contradicción en sí mismas, Ricardo. Pretender que convivan la democracia, el gobierno del pueblo, con el capitalismo, el gobierno del dinero, es pretender que en una jaula convivan un borrego y un tigre. Adivina tú cuál de los dos devorará al otro.

—El tigre al borrego —murmuré.

—Solo que durante cada elección, la puta democracia se vuelve el tigre. ¿No te parece eso peligrosísimo?

Me miró con impaciencia, como si yo pudiera responderle, de mil metros abajo llegaba el susurro del hormiguero de la mina trabajando para el patrón, y de súbito él me ordenó con dureza:

—En cinco minutos me esperas en la entrada. Hoy viajamos en el Jaguar.

Me puse el quepí y me cuadré, como un soldado.

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