3. Al amanecer fueron llegando los sirvientes del turno matutino a las puertas de la alambrada electrificada que rodeaba el GrandHotel y el Centro de Convenciones durante la Cumbre de Davos. Los sirvientes usuales más el refuerzo de los jóvenes políglotas contratados en distintas urbes para la fecha excepcional y entrenados durante un mes. En chamarras de esquiar, con guantes y los rostros enrojecidos por el aire helado, hicieron filas y uno por uno presentaron sus documentos; fueron cateados por la policía suiza y por fin cruzaron los quicios detectores de metales.

En el sótano 1 del GrandHotel, ya vestidos de gala, en fracs, smokings, vestidos negros y mandiles de encaje blanco, alineados en dos hileras enfrentadas, los sirvientes escucharon estoicos la elegante arenga del Capitán de Seguridad de la Cumbre.

—Señores, señoras, han sido ustedes elegidos entre cientos de miles, para servir a los dos mil líderes globales de nuestros tiempos. Sírvanlos con serenidad. Sírvanlos con dedicación y en silencio y cumpliendo el máximo mandato del servidor útil, a decir: pasar desapercibidos por ellos. Pongan su corazón en el servicio y sepan que podrán contarles a sus nietos que algo hicieron en sus vidas de importancia histórica.

Entre ellos, Serena, la mucama de Tijuana, de senos grandes y caderas aún más anchas, que semejaba un 8 con flacas y cortas piernas, chasqueó la lengua contra los dientes. Nadie sabía en Davos lo que significaba su mexicanísimo gesto. Significaba: No jodas, no te creo nada.

Por su parte el anciano doctor Wermer asistió durante la mañana a un par de conferencias, siempre seguido a unos pasos del par de detectives del hotel, discretos y sigilosos como un par de sombras. Primero asistió a la ponencia del nuevo Presidente de Hungría. El ingeniero Peter Rogán explicó cómo el pastel de la riqueza del mundo se había triplicado en los últimos 35 años, gracias al modelo neoliberal, y su auditorio, de magnates y directivos de transnacionales, lo acompañó en la detallada narración asintiendo. Por desgracia ese enorme pastel de la economía, dijo luego el orador, el pastel más grande de la Historia, se había distribuido poco equitativamente: todo su crecimiento había ido a parar al 1% de la especie y el aumento de plazas de trabajo era de plazas miserablemente pagadas.

—Nuestro reto es ahora corregir esa desigualdad, redistribuir ese pastel un poco mejor —concluyó. —¿Cómo? Esa es la cuestión, amigos. ¿Aumentar al 1% los impuestos?

Un nooo unánime recorrió el auditorio de los miembros del 1%.

—¿Aumentar los salarios mínimos?

Un nooooo más largo recorrió el auditorio.

—¿Cómo hacerlo, sin romper el modelo económico que ha enriquecido a la humanidad? No sé a ustedes, a mí el problema me parece insoluble.

El público había aplaudido gentilmente los lugares comunes del Presidente de Hungría y aplaudió más alto su declaración de impotencia y los aplausos despertaron en su butaca a Wermer. Se había hundido en un sueño feliz y profundo. En el vestíbulo del auditorio esperaba al público un refrigerio: jóvenes en smoking sosteniendo charolas con copas aflautadas de champaña.

Después Wermer asistió a la conferencia de la ecóloga Alexandra Goodall, embajadora de las especies en peligro de extinción del planeta. Entre sueños, hundido en su butaca, Wermer la escuchó amenazar con un orbe sin otro animal que el ser humano.

—Hemos recibido de Dios un paraíso –dijo Goodall, lágrimas rodando por sus mejillas— y nosotros lo hemos destruido.

De nuevo al profesor Wermer lo despertaron los aplausos y de nuevo salió con el público al vestíbulo, para tomar de las charolas de la joven servidumbre una copa de champaña o un rico bocadillo de atún, caviar o exquisita carne de tortuga. Fue entonces que sucedió el altercado de Serena, la mucama con forma de 8, y el doctor: de pronto él colocó sus manos sobre los grandes senos de ella, la mucama retrocedió aprisa y chocó de espaldas contra el jeque de los Emiratos Árabes, que a su vez cayó sobre la fuente de plata con ostras abiertas: un instante después Serena y el jeque cubierto de ostras rodaban por el tapete azul. Christine vio desde una esquina el accidente, que le pareció poco accidental y más bien coreografiado.

Lo confirmó el mismo jeque a media tarde, cuando fue a levantar el reporte del robo de su celular ante el Capitán de Seguridad de la Cumbre. El Capitán personalmente cateó a Serena. Al no encontrar el celular sobre su cuerpo o en su casillero, se le tendió en una mesa enmantelada de blanco y se le pidió amablemente que separara las piernas para que una mano enguantada en látex blanco le cateara la vagina y luego el ano. Fue en vano. El celular tampoco estaba en sus conductos íntimos.

Por su parte el doctor Wermer dedicó su tarde a asistir a las únicas reuniones de consecuencia de la Cumbre, las que ocurrían en los salones privados, sin público. Abría de golpe la puerta del salón y entraba con la mano izquierda sobre el pecho y para sorpresa de los que dentro negociaban intercambios entre gobiernos y empresas de cifras fabulosas, murmurando una disculpa:

—Perdonen —balbuceaba. —Tengo 96 años, perdonen, y estoy a punto de tener un ataque cardiaco, si no tomo una siesta.

Se derrumbaba en algún sillón esquinado y cerraba los ojos.

—Ignórenme —murmuraba. —Si me muero, sólo avisen a la servidumbre.

Nadie podía negarle a un nonagenario una siesta y menos aquellos que lo reconocían como el legendario creador del Teorema Wermer.

4. Por la noche, abrigado en una chamarra de esquí gris, el doctor salió caminando por la puerta 5 de la alambrada, para caminar hacia el campamento de 10 mil jóvenes manifestantes, todos uniformados con chamarras color amarillo y a esa hora reunidos alrededor de fogatas. Entre ellos Wermer se quitó la chamarra y la volvió al revés, antes de volvérsela a enfundar mostrando su lado amarillo: los dos detectives que lo seguían a la distancia se volvieron a verse entre sí.

—¿Qué tal? —dijo uno al otro. —El profesor es el enemigo.

El otro le replicó:

—¿Y qué tal la servidumbre del GradHotel? Reconozco entre los manifestantes a varios meseros.

El anciano profesor entró a una carpa grande y blanca, y caminó entre los jóvenes sentados con las piernas en cruz sobre una lona. Fue a subirse a una tarima donde lo esperaba una silla y un pizarrón. Los jóvenes dejaron sus charlas y se volvieron hacia él.

—Camaradas —dijo el doctor—, ustedes me conocen. A mis 19 años concebí el Teorema Wermer, que ustedes también conocen. —Citó su propio teorema trazando con tiza algunas letras en el pizarrón: —Siendo que los recursos son limitados y el deseo de ganancia de los individuos es ilimitado, la condición de escasez es universal. Por tanto, se establece una competencia entre los individuos, en la que los más capaces triunfan en la medida de su superioridad y los menos capaces pierden en la medida de su inferioridad.

—Bueno —siguió Wermer en el silencio que siguió a la enunciación del teorema—, mi teorema sintetiza el credo seminal del modelo neoliberal. Un credo que el modelo neoliberal ha probado en los hechos. Y un credo que las abejas me han demostrado a mí, personalmente, que no es inescapable, porque su premisa tampoco lo es. Ni los recursos son siempre finitos ni la codicia es siempre infinita y por tanto la escasez tampoco es una condición inescapable.

—Mi teorema es la semilla envenenada de las enfermedades de nuestra especie —dijo Wermer, la voz quebrada—, y por ello soy yo, con la ayuda de ustedes, quien mañana mismo desmantelará el sistema neoliberal y desapareceré al 1% de la faz de la tierra.

Parados al fondo de la carpa, los detectives grababan en sus celulares el decir del Premio Nobel cuando un tipo de dos metros, barba roja y chamarra amarilla se les puso enfrente. Eran los únicos presentes en la carpa en abrigos negros y, salvo Wermer, mayores de los 40 años.

En ese momento, dentro del cerco electrificado que protegía a los dos mil más ricos de la tribu humana, empezaron los accidentes, que la directora del Fondo Internacional Mundial juzgaría luego como poco accidentales.

El jeque de los Emiratos Árabes besó en la frente a sus esposas y a sus hijos e hijas, uno tras otro, hasta completar 25 silenciosas despedidas. Salió a la terraza de su suite, se subió sobre una silla, de ahí subió al barandal y se dejó caer 23 pisos. El impacto contra la nieve congelada lo mató. El ministro de Economía de Brasil se metió entre los labios, como un popote, el cañón de un revolver, apretó el gatillo: los sesos se esparcieron, rojos, por el techo del estudio de la suite. La presidenta del Banco Santander fue hallada en la madrugada al fondo de la piscina techada, en un vestido largo y rojo de la colección de invierno de Armani, el collar de diamantes apretándole la garganta color morado para entonces, su bolsita dorada flotando entre ella y la distante superficie del agua.

—Todos habían perdido sus celulares hoy —reportó con aire grave el Capitán de Seguridad de la Cumbre de Davos a Christine Jambes, directora del Fondo Mundial Internacional. —Por lo pronto hemos logrado guardar en secreto estos accidentes, para impedir el pánico.

A esa misma hora, la mucama de Tijuana reposaba en la cama con el nonagenario Premio Nobel, cada cual escuchando por uno del par de audífonos que compartían, una vieja canción de los tiempos en que Wermer era todavía joven, exitoso y feliz. Let it be, de los Beatles.

—Let it beeee —canturreaba Wermer, alargando la última vocal—, let it beee...

Siendo bee, como el estimado lector o lectora saben, la palabra inglesa que significa abeja, y siendo Let it bee el nombre de la granja de abejas del anciano matemático.

El próximo domingo, el 1% desaparecerá por fin y para siempre…

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