1. Davos era blanca y multibillonaria durante esos 3 días de los finales del mes de enero. El pequeño pueblo, escondido en los Alpes suizos, cubierto por un manto de nieve resplandeciente, albergaba a los 2 mil primates habladores más ricos y poderosos de la especie. Presidentes y ministros, dueños y directores de empresas y magos inventores en busca de inversionistas billonarios.

Por su calle central, calentada desde el interior del asfalto, para mantenerla deshielada, avanzó el Mercedes-Benz gris plata: por su ventanilla el anciano matemático, el pelo blanco, los ojos azules entre los pliegues de los párpados, oteaba a los jóvenes manifestantes parados en las aceras con sus chamarras amarillas y las pancartas en alto. Porque en esos 3 días, Davos se transformaba también en la capital mundial de la protesta contra el sistema económico neoliberal. Se calculaba que 10 mil manifestantes provenientes de distintos puntos de la esfera terráquea se concentraban ahí para externarles a las élites políticas y empresariales su inconformidad.

Y sentada al lado del anciano profesor Wermer dentro del Mercedes, la directora del Fondo Monetario Internacional, una dama setentona con una melena plateada, esperaba el momento de hacerle charla, en vano. El matemático leía en voz alta las pancartas con el cuidado de quién lee arduas ecuaciones en un pizarrón:

—Muera el capitalismo. Marx tenía razón. Hay unos más iguales que otros. El 99% reclama. La Antártica se licúa y ustedes beben whisky sobre las rocas. ¡Salven a las focas! El 1% ES la crisis.

Wermer se volvió a mirar a su anfitriona:

—Pues parece que los jóvenes manifestantes tienen el diagnóstico correcto de los males que aquejan al planeta. La desigualdad y el cambio climático.

—Y estamos de acuerdo con ellos —asintió la esbelta y elegante Christine. —Por eso los temas de este encuentro en Davos son esos. ¿Qué hacemos con la desigualdad y con la Naturaleza? Y por eso también, doctor, lo hemos invitado a usted, para que nos ilumine con sus luces.

—Hablaré de las abejas —le contestó el doctor con voz grave.

Ella frunció el ceño. ¿Hablará de las abejas? Le habían prevenido que era una mala idea invitar al Wermer a Davos. Le habían dicho que llevaba 70 años estando desquiciado.

—Y de su teorema también hablará, espero —dijo ella. Era un ruego, no una orden. —Su auditorio usa su teorema en sus negociaciones diarias y dudo que se interese en las abejas.

—Ah sí, del Teorema de Wermer, que concebí a los 19 años, también diré algo —dijo el anciano. —Es que ahora ya no me dedico a las matemáticas, me dedico a las abejas.

Wermer volvió a pegar la nariz al cristal de la ventanilla del Mercedes para leer las pancartas de los jóvenes manifestantes que se apiñaban junto a la puerta de la alambrada que ese año acordonaba el Grandhotel Belvédère y el centro de convenciones. Mientras 2 guardias abrían las puertas para dejar pasar al vehículo, otros 50 guardias, con escudos de plexiglás y cascos, empujaban a los manifestantes, y cuando los jóvenes de las chamarras amarillas reaccionaron golpeando a los policías con las pancartas, los guardias se bajaron las viseras y levantaron las armas de cañones anchos y los rociaron con gas lacrimógeno.

—Algo es saber cuáles son los síntomas de la enfermedad de la especie —murmuró el doctor sentado en un sofá del lujoso vestíbulo del Grandhotel, y Christine alargó el cuello para escucharlo—, otra cosa distinta es saber su causa, Alicia.

—Christine —lo corrigió ella. —Me llamo Christine.

Wermer paseó la mirada por los tapetes persas y las grandes arañas de cristal cortado que pendían del alto techo y se volvió a verla.

—Le confío un enorme secreto, Alicia —sopló suave en el rostro de la mujer—: estos días, la causa de los males reside en este mismo hotel. Y yo debo extirparla, Alicia. Entonces salvaremos a la especie de primates habladores. Solo entonces.

Sí, pensó Christine, fue un error invitar a este anciano senil. El valet se acercó para entregarles las llaves de la suite, él se levantó del sofá trabajosamente y siguió al valet rumbo al elevador.

2. En el estudio de su suite del piso 17, el doctor dejó sobre el escritorio su viejo portafolio. Le abrió la hebilla, extrajo la delgada computadora. Una Apple Magna 3000, la computadora portátil más ligera y más eficiente en existencia ese año del 2022. Unos minutos después llegó el servicio de comida: una mujer morena y baja, de senos grandes y caderas aún más anchas, que la hacían semejar un 8, empujó el carrito de la comida por la sala de estar de la suite. Ni ella ni el profesor saldrían hasta la madrugada del día siguiente.

El oficial encargado de la seguridad de la Cumbre de Davos le entregó a Christine el reporte en su suite del piso 18.

—Se llama Serena, tiene 24 años, es originaria de Tijuana, México; reside en Nueva York, indocumentada, y fue contratada como parte de la servidumbre extra que contratamos para estos días de la cumbre.

—¿A pesar de ser una indocumentada en Norteamérica? —preguntó ella.

—Habla dos idiomas, es joven, tiene experiencia en servir —razonó el oficial, aunque igual a él le parecía rara esa contratación.

—Es lo único que me faltaba —dijo Christine tomándose entre 2 dedos el arco de la nariz—. Un Premio Nobel nonagenario acosando a la servidumbre. ¿Tiene videos de la recámara, capitán?

El oficial negó con la cabeza y añadió:

—Esto le va a sorprender. El Premio Nobel tiene un aparato que revienta las conexiones digitales.

Wermer había sacado de su viejo portafolios el aparatito, una especie de control remoto con botones azules y rojos, y se había paseado por las tres habitaciones de la suite, volando en cada habitación todas las conexiones digitales. Las de los aparatos evidentes, la televisión, el toca CDs, el despertador, y las conexiones de los aparatos ocultos, es decir las cámaras espías. La última imagen registrada por las cámaras secretas era la del viejo profesor abrazando contra su cuerpo a Serena, la mucama mexicana con forma de 8.

—Esperemos que la joven haya disfrutado su noche con él —dijo Christine —y no levante cargos. O que el doctor haya negociado con ella un buen arreglo económico.

—O que no se hayan pasado la noche haciendo lo que suponemos —dijo el oficial. —Hay una cierta probabilidad que un hombre y una mujer pasen una noche juntos haciendo otra cosa que el amor.

Siguieron revisando los reportes de mala conducta de los inquilinos del hotel. Otro acoso a otra sirvienta. Consumo de coca en un baño de vapor. El primer ministro de Finlandia, que en la alberca techada se había quitado la bata blanca para quedar totalmente desnudo y luego clavar su delgado y bronceado cuerpo en el agua, para espanto de las esposas de un jeque, que nadaban en burkas de lycra azul celeste.

—Es un honor servir a líderes del planeta —dijo el oficial. —Algo que contar a los nietos haber servido a Bill Gates, a jeques árabes, al Presidente de Brasil. Pero también, doctora, y si me disculpa la sinceridad, es una joda suprema.

—Coincido —le sonrió ella. —Una joda suprema. Piense que solo nos faltan 2 días de cuidarles las manos a estos individuos. En cuanto al Premio Nobel, solo faltan 25 horas hasta que hable ante el público y luego lo enviemos directo al aeropuerto y de ahí en un avión hasta sus putos panales de abejas. Mantenerlo a raya ese tiempo no debe ser imposible.

Lo dijo y sabía que se engañaba a sí misma. Wermer era cualquier cosa menos inocuo, inocente o previsible. Era el creador del Teorema de Wermer, demonios. Era un Premio Nobel. Y era el tipo que recién le había dicho que el origen de los males de la especie residía esos días en el Grandhotel de Davos, y lo peor, le había dicho también que sería él, personalmente, quién lo extirparía.

—Póngale doble seguridad a ese anciano loco —le ordenó la directora del Fondo Monetario Internacional al jefe de seguridad de la Cumbre de Davos.

Continuará…

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