Tan pronto tomó posesión de la presidencia del país, en el Congreso, todavía con la banda tricolor terciada al pecho Andrés Manuel se subió al asiento de copiloto de su Jetta blanco, y cruzó la capital para llegar por Avenida Insurgentes a la Secretaría de la Función Pública.

Entró a la oficina de la nueva secretaria y tomó asiento ante el escritorio.

Irma Eréndida Sandoval empujó la pila de folders azules en su dirección.

—Ahí están las cuentas —dijo.

Hablaba de las cuentas del aeropuerto de Texcoco, aún en construcción. Las cotizaciones de cada barda, de cada pista, del edificio en forma de X diseñado por el arquitecto Norman Foster.

—Iba a costar relativamente barato —dijo—, según los costos que presentaron inicialmente los constructores, para ganar las licitaciones. Luego se fueron doblando los costos.

Lo que valía 100 millones costaría 200 millones. Lo que valía 300 millones costaría al Estado 600 millones. A los dos años se volverían a duplicar las cifras. Y por tanto se doblaría la ganancia de los constructores.

—El método tradicional de robar al Estado —dijo ella.

Luego abrió un cajón de su escritorio y extrajo una libretita de tapas negras. Se la alargó al presidente.

—Este es el registro de sobornos a los funcionarios públicos.

10% de cada peso ganado por los constructores, iría a los funcionarios.

--Todo convertido en deuda pública —añadió la secretaria.

Es decir deuda de nadie en particular. Deuda de todos. Es decir del país, esa entelequia abstracta. Dinero que no se iría a construir escuelas, hospitales, carreteras, presas, puentes.

—Esto —dijo Andrés Manuel, acariciando los folders azules y luego la libretita de tapas negras— es esa cosa extranjera llamada la Verdad.

En el Jetta blanco, se llevó sobre las piernas ese tesoro: la pila de los folders azules y la libretita arriba de la pila, volvió a recorrer en dirección contraria Avenida Insurgentes, la avenida más larga del país, y se desvió para llegar a la Secretaría de Gobernación.

La flamante secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, le abrió la puerta de la oficina principal. Andrés Manuel fue a dejar en su escritorio los folders y la libretita de tapas negras.

—Acá te traigo esa cosa extranjera llamada la Verdad.

La secretaria respondió:

—Haremos esa operación extranjera llamada la Justicia.

Había sido ministra de la Suprema Corte y sabía de la Justicia, o más bien del anhelo centenario del país de hacer Justicia, sin consideraciones secundarias. Negociaciones políticas, intríngulis de corrupción, esas vainas de las repúblicas bananeras.

A la semana se publicaron las transas en los periódicos, al mes se juzgaron a los contratistas y a los funcionarios corruptos, y de inmediato con nuevos contratistas se reanudó la construcción de la X colosal tendida en el suelo.

Los periódicos internacionales lo nombraron La Nueva época mexicana. Una época regida por esas cosas antaño extranjeras, la Verdad y la Justicia.

Los periódicos nacionales hablaron del Sueño de Francisco I. Madero descendiendo a la Tierra y Canal 11 pasó cada hora el antiguo corto en sepias de Madero hablando a cámara mientras cruzaba el Zócalo:

—Lo único que puede gobernar a la Patria, serenando a todos, no violentando a nadie, es la Justicia.

Entonces fue que sucedió. Andrés Manuel despertó en su cama. Estaba en una casita en Tabasco, la selva chirriaba afuera, llena de grillos y pájaros, y faltaba un mes para que fuera investido presidente y pudiera echar a andar los mecanismos nunca antes usados en el país de la Verdad y la Justicia.

—Ah caray —se detuvo ya vestido de guayabera blanca en la sombra azul de una palma—, ya lo arreglé de otra forma más tradicional. Qué lástima —se rascó la mollera de pelo blanco. —Me canso ganso que me hubiera esperado un mes.

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