Cada vez que cae una pregunta difícil en la tribuna presidencial, Andrés Manuel López Obrador acude al mismo recurso: una larga clase sobre su visión, personalísima, de la historia mexicana del siglo diecinueve.

“¿Qué opina de sus críticos?” “Son el Partido Conservador” “¿Qué les diría a los que no concuerdan con su memorándum sobre la Reforma Educativa?” “Que Salvador Díaz Mirón declamó un pésimo poema laudatorio a favor de Porfirio Díaz en el primer centenario de la Independencia”.

“¿No le pareció a usted, señor presidente, que Jorge Ramos hizo circo en la conferencia mañanera?” “Los conservadores son eso, conservadores. ¡Bienvenidos!” “¿Qué opina de la prensa crítica?” Que Lucas Alamán invitó a Santa Anna para que regresara a gobernar, asegurándole que los conservadores controlarían la prensa; fueron los mismos que dejaron partir la mitad del territorio para que el imperialismo yanqui se lo llevara”. Preguntas del presente que merecen respuestas del pasado: para eludir basta con abrir un libro de texto, de esos con la Patria en la portada. Historia a modo, para niños de primaria, que sirve, en parte, para presumir falsa erudición, pero sobre todo para eludir.

En México no hay partido conservador porque fue erradicado, perseguido, anulado. Llamar en nuestros días “conservador” a alguien es casi una majadería. No estamos en Gran Bretaña, donde esa corriente sobrevivió hasta nuestros días. Tampoco en los Estados Unidos donde los militantes republicanos asumieron ese mismo ideario.

Después del siglo diecinueve esa tradición en México se extravió. La realidad mexicana responde, en todo caso, a dos corrientes distintas: revolucionarios o liberales, acaso socialistas (relacionados con los primeros), y neoliberales (que es una vertiente de los segundos). Por eso a nadie le queda el saco de conservador. Porque en la tradición de nuestra disputa ideológica, no hay quien quiera ser identificado con la herencia retrograda del siglo diecinueve.

La genialidad de Andrés Manuel López Obrador, el político que abusa de la interpretación historicista, es que, al intentar revivir la división entre conservadores y liberales, acorrala a sus adversarios acusándolos de lo que no quieren ser.

Parafraseando a Ernest Renan, la ideología es un plebiscito de todos los días y, por tanto, nadie puede obligar a ser conservador a quien no se asume como tal.

La gracia y la neurona de la travesura presidencial radica en que, al imponer una división muerta en México –desde la ejecución de Maximiliano de Habsburgo–, se queda él como líder supremo de las dos tradiciones mexicanas más reputadas, la del revolucionario y la del liberal. Todavía más, despoja a sus adversarios, por el solo hecho de oponerse, de su propio plebiscito, de su propio basamento ideológico.

Es absurdo señalar, por ejemplo, a Jorge Ramos –el periodista mexicano que con mayor filo ha criticado en la prensa extranjera a los gobiernos corruptos de su país– como un conservador. Él, que combatió el golpe que Peña Nieto cometió contra la libertad de expresión cuando Carmen Aristegui fue defenestrada.

El periodista que ha defendido a los migrantes mexicanos de la xenofobia encabezada por Donald Trump; la voz que, desde el liberalismo demócrata, ha criticado el conservadurismo republicano. Pocas torceduras más ingratas de la realidad que acusar a este periodista de conservador porque publica en un diario que le cuestiona cotidianamente.

El mismo diario, por cierto, donde escribió, hasta su muerte, Miguel Ángel Granados Chapa, o donde aparecen semanalmente Carmen Aristegui o Sergio Aguayo.

La historia en boca de político deja de ser historia cuando se utiliza como arma arrojadiza, o peor aún, como escudo para protegerse de la crítica.

Zoom:

Soy atento auditorio de las conferencias matutinas del presidente López Obrador y debo decir que, cuando le da por suplantar a mi maestro de secundaria, en sus clases de historia del siglo diecinueve, extraño profundamente a quien sí sabía de historia.

@ricardomraphael

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