No cabe duda que el templo de nuestra generación es el rock. Baste ver la película Bohemian Rhapsody para sentir la energía del género musical, que más que cualquier asunto —la ideología, la religión— nos empalma a los ciudadanos del mundo. Nos dio carta de pertenencia a los jóvenes en los 70 y nos hizo suyos para siempre para rodar con él y que se montaran las generaciones. Bajo los rasgueos del requinto de Brian May y la voz única de Freddie Mercury (bien por Rami Malek) somos eternamente jóvenes, poderosamente atados al presente. La utopía es el rock. Tiene el vértigo de lo indecible, tiene cuerpo y es ritual.

Recuerdo haber estado en el centro de Guadalajara y que, de una de las tiendas de discos, se esparciera a todo volumen “Barcelona”, cantada a dúo entre Montserrat Caballé (fallecida este año) y Freddie Mercury. Ahhh el poder de la voz. Las calles y la catedral se derritieron con esa mezcla poderosa del belle canto y la garra rockera. Compramos el disco. Un himno a las olimpiadas. El rock nuestro himno. Más necesario que nunca en tiempos de cerrazones nacionalistas, xenofobia e intolerancia.

La película cuenta la vida de Freddie Mercury en la música, originario de la India, proveniente de una familia de clase media que emigra a Inglaterra, en busca de los sueños correctos (buenas acciones) que les den un sitio. Freddie es todo lo contrario y con su temeraria originalidad pide cantar con el grupo que necesita un solista en el bar donde se presentan, así fundan Queen (una familia). Dientón (dice que esa particularidad de la boca lo hace llegar a las notas que logra), audaz, sensible, atribulado, talentoso, defendiendo su sexualidad del acoso público, afrontando la condena del sida, por siempre ligado a la mujer con quien se casó, se las ingenia para que el grupo logre la potente mezcla de géneros y acompañe la formación sentimental de los jóvenes (y adultos) del mundo. La película es un buen documento para entender la trayectoria de Freddie Mercury, cómo se consigue el éxito y la originalidad, cómo el éxito corrompe y destruye; logra mezclas interesantes cuando la canción se contrapuntea con escenas simultáneas de momentos de duda del cantante. Es también un gran pretexto para oír a Queen, y sus aportes novedosos y hoy clásicos (que estuvo en Puebla y Monterrey en 1981). No se trata de contarla aquí, y carezco de los aprestos para mirarla como crítica de cine, además no me importa. Jamás fui a un concierto como crítica de música. Fui a la experiencia musical, y la película con dosis de humor acertado, con esa agudeza del personaje, y la genial pregunta del baterista ¿quién es Galileo? es una experiencia que vale la pena. Desde la butaca del cine uno se contagia de la emoción del escenario, uno es a la vez el que canta y toca y el que escucha, aplaude y baila. Las dos perspectivas colisionan en ese intercambio de versos y melodía, aplauso y movimiento del cuerpo que va del foro al vasto estadio de Wembley en 1985, al que Queen (de nuevo reunido por el regreso de Freddie) ha sido incluido de último momento para el magno evento Live Aid (que reunió a los grandes del rock para juntar fondos por la hambruna en África).

Somos una generación (la mía) des-concertada (de alguna manera perdimos aquello en lo que creíamos). Los conciertos masivos de rock eran considerados subversivos, pecaminosos, de alto riesgo social y una amenaza al poder del Estado, para una juventud bajo el “amparo” de papá gobierno (por favor no nos lo receten de nuevo). Por eso los hubo a cuenta gotas después de Avándaro, y en el frenesí y exaltación de su alcance emocional y comunitario, a veces derivaron en trifulcas, o intentos de penetrar en el Auditorio Nacional con Chicago, o en Puebla con Santana, o el desastre de los Byrds en el ahora Estadio Azul, aunque los Doors dieron cuatro conciertos en el Forum de los hermanos Castro en 1969.

Yo fui a mi primer concierto en San Luis Missouri para escuchar a Three Dog Night. Los discos (nadie les decía acetatos) se volvieron vida, personas, cercanía y a pesar de que el grupo cuyo éxito “One” es el único que recuerdo, se disolvió pronto y no alcanzó lo que en realidad muy pocos lograron (puedo imaginarme cuántas bandas, tocando en los garajes de la casa, en las calles del mundo querían ser Los Rolling, The Who…), a mí me reveló la sensación única de la intimidad colectiva que produce escuchar la música en vivo en un foro mayor.

Por eso, cuando termina la película con el concierto masivo en Wembley, televisado para millones, y el piano de Freddie Mercury nos recuerda ese toque cristalino incorporado al rock con una voz irrepetible, “We are the champs” no sólo es coreada y aplaudida por los asistentes, la sala de cine también aplaude y con tantito menos pudor hubiéramos cantado. De alguna manera allí estuvimos y seguimos estando. Viva el rock.

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