Son varias las razones que explican el bajo nivel de popularidad del presidente Enrique Peña Nieto entre los mexicanos, pero la más importante está relacionada con el hecho de que en su gobierno se ha terminado enfatizando el negativo más grande del PRI, la corrupción, al tiempo que su activo más relevante, la supuesta capacidad de ejecución, ha estado ausente.

No hay duda de que las reformas impulsadas por el gobierno y los partidos políticos en 2013 son de suma importancia y tendrán, empiezan a tener, un enorme impacto positivo en la economía y la relación de la sociedad con el gobierno en los próximos años. El presidente Peña Nieto supo aprovechar la coyuntura política del divorcio de Andrés Manuel López Obrador con el PRD y la necesidad del PAN de volver a ser relevante después de la derrota de 2012 para empujar reformas indispensables y muchas veces pospuestas por una clase política que no quería asumir el costo de reformar. El Pacto por México se convirtió en el instrumento para hacerlo.

El gobierno hizo bien en impulsarlas al principio del sexenio para asegurar su implementación aun a sabiendas que la abrumadora mayoría de los beneficios se conseguirían sólo en el largo plazo, una vez concluido su periodo constitucional. Ésta es otra de sus virtudes.

En el futuro se recordará y reconocerá a Peña Nieto como un presidente reformador y de una gran ambición por haberlas impulsado. Sin embargo, el desencanto ciudadano está relacionado con la menor tolerancia que se tiene a la corrupción y con la percibida incapacidad de ejecución de los gobiernos.

La nueva sensibilidad de la opinión pública a actos de corrupción (de suyo muy positiva y necesaria) responde a un fenómeno internacional, pero también a la mayor recaudación tributaria, al uso clientelar de estos recursos y a la falta de inversión en infraestructura física que muestre mejoras palpables a la ciudadanía. En el pasado había una mayor tolerancia a la corrupción cuando los recursos del Estado venían de yacimientos submarinos de petróleo que el ciudadano promedio no veía como directamente suyos, aunque legal y políticamente se dijera que lo fueran.

No cabe duda que, en ausencia de la reforma tributaria de 2013 y la mayor eficiencia recaudadora del SAT, la caída del precio y volumen de producción del petróleo hubiesen necesitado de un fuerte ajuste fiscal o generado las condiciones para una crisis financiera mayúscula. Esta mayor recaudación, que la sociedad atribuye al gobierno de Peña Nieto, se ha traducido en un reclamo ciudadano sobre cómo se usan los recursos y ha transformado a la corrupción en uno de los principales temas sociales y electorales. Si la mayoría de los recursos siguiesen proviniendo de Pemex, los ciudadanos serían menos exigentes; ahora que vienen de sus bolsillos quieren ver cómo se usan, dónde acaban y apreciarlos en calles sin baches, carreteras sin socavones y puentes y aeropuertos funcionales e inaugurados.

La evidencia empírica les dice, sin embargo, que los recursos no son bien usados: observaron, por ejemplo, dispendios desmedidos en las elecciones del estado de México y de Coahuila el año pasado y sin ninguna consecuencia negativa para nadie ni rendición de cuentas; comprueban que la inversión pública en infraestructura como proporción del PIB es la más baja en décadas; se enteran de múltiples escándalos que involucran a un buen número de gobernadores, la mayoría del PRI; experimentan un incremento en la percepción de inseguridad en sus vidas cotidianas; correlacionan la corrupción político-electoral con la ineficacia y complicidad de las policías en el crimen.

Ahora que los candidatos preparan sus campañas se verán propuestas de todo tipo para cambiar el país; muchas de ellas serán de corte legislativo. Pero el énfasis para un gobierno exitoso y que responda al anhelo de los ciudadanos debe estar ya no tanto en tener más leyes, sino en simplificar el marco legal y reglamentario y en asegurar su cumplimiento.

El rechazo que se observa a gobiernos en todo el mundo está íntimamente relacionado con la percibida falta de capacidad de ejecución, en especial cuando las sociedades se ven amenazadas por fuentes de riesgo internas y externas. Éste es uno de los principales elementos que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca: el convencimiento ciudadano de que Washington no funciona.

En México los ciudadanos tampoco ven a un gobierno con capacidad de ejecución; de allí la desilusión.

Esta incapacidad está relacionada con el sistema político-electoral por la corrupción que genera. Los partidos políticos han convertido a la participación en la esfera pública en un negocio. Ven formar parte de gobiernos municipales y estatales como una ocasión para allegarse de recursos para futuras campañas y para su propio bienestar. Los grupos de interés también ven a los gobiernos como fuentes de recursos y entidades que pueden ser extorsionadas. En el ámbito federal se había avanzado mucho en estos rubros hasta este sexenio en que regresaron malas prácticas y se cayó en un esquema de extorsión por parte de grupos que encontraron en la Secretaría de Gobernación una fuente recurrente de recursos.

Es también cierto que una parte importante de la culpa corresponde al Poder Judicial. Son los jueces, quienes al interpretar de la manera más estrecha el significado de las palabras, fomentan la impunidad y obligan al ajuste constante del marco jurídico a través de legislación para tipificar nuevas conductas en lugar de aplicar las leyes vigentes con el espíritu para el que fueron creadas. Para el establecimiento de un auténtico estado de derecho y la ejecución eficaz de la acción pública se requiere de un gran cambio en la forma como opera la administración de justicia.

La ausencia más importante del quehacer político en México es gobernar; es decir, ejecutar la ley, ejecutar los programas de gasto, ejecutar las obras de infraestructura, reconstruir las instituciones públicas y dejar el rediseño constante de las instituciones en busca de una excusa para no aplicar la ley vigente o cambiar lo hecho por gobiernos anteriores.

Quizá el criterio más importante para elegir por quién inclinarse el 1 de julio sea evaluar quién ofrece una mayor capacidad de ejecución para el buen gobierno y no quién promete cambiar al país sin saber cómo va a hacerlo. La ejecución pasa, no obstante, por abandonar la operación clientelar a la que los partidos están acostumbrados.

Twitter: @eledece

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