Es tradicional hacer la comparación del Estado —la organización política al más alto nivel de una comunidad soberana dentro de un territorio formalmente delimitado— con una nave. En ocasión de su informe al congreso, un presidente pretendió quitarse responsabilidades por una gran crisis económica y política, declarando: “soy responsable del timón, pero no de la tormenta”. Aquí y ahora, viene al caso recuperar el tormentoso símil marítimo.

Cambiar la trayectoria de un gran navío toma tiempo y mucha energía. La inercia dificulta el viraje. Para la nave del Estado mexicano, además de las inercias sociales y culturales generadas a lo largo del siglo que el país ha vivido en el régimen que está por concluir, también cuentan las resistencias de los grandes intereses creados: las concentraciones de capital, los sindicatos, el crimen organizado, la partidocracia, etcétera. Esas resistencias pueden ser un factor tan o más importante que las inercias en las dificultades propias del cambio de rumbo. Finalmente, algunos de los grupos que inicialmente apoyaron y proveyeron la energía para el cambio, una vez que se inició como resultado de la elección del 1° de julio, han empezado a formular demandas contradictorias y que incluso chocan con las decisiones de quien tiene la responsabilidad última de manejar la trasformación.

Como los tres factores mencionados —inercias, oposición de los favorecidos en el viejo orden y contradicciones en la heterogénea coalición triunfante—, operan al mismo tiempo, eso lleva a que el esfuerzo por modificar la naturaleza del sistema de poder se convierta en una tarea en extremo delicada.

En El Príncipe (1531) Nicolás Maquiavelo advirtió que en política no había empresa más complicada para el gobernante que aquella que buscaba introducir nuevas reglas (leyes) en el ejercicio del poder, pues los beneficiados por el antiguo arreglo se tornarán en opositores feroces y una parte de los que apoyaron la empresa del nuevo gobernante, se mudarán en descontentos y quizá en adversarios, al advertir que no se les concede lo que esperaban lograr tras el triunfo, (capítulos III y VI).

Pero suponiendo que la clase política que hoy está a punto de asumir el control del aparato de gobierno de nuestro país pueda vencer inercias, sabotajes y armonizar los intereses encontrados de sus apoyos, entonces su reto de fondo debe ser este: ¿hacia dónde puede y debe dirigir al país? En un libro de ensayos que acaba de publicar Tomás Calvillo —El rapto de la interioridad, (México: El Colegio de San Luis, 2018)— el autor, historiador y poeta considera que el México actual es ya una sociedad sumida en un caos producto de un círculo vicioso de impotencia e impunidad, (p. 31). Es más, según su evaluación, la comunidad de los mexicanos ha dejado de ser una auténtica comunidad nacional porque ha perdido esos “horizontes en común” que alguna vez tuvo, no obstante, sus nunca superadas desigualdades históricas (p. 59).

De ser certero el diagnóstico de Calvillo, entonces la gran tarea del nuevo gobierno y de la parte activa de la sociedad, además de intentar buscar un significado a nuestra existencia en medio del caos de una modernidad avasalladora y brutalmente sometida a los valores del mercado, es usar la energía y el poder político ganado en las movilizaciones y las urnas, para recuperar el sentido profundo de la vida en común, de la polis, es decir, de ese “habitar juntos” que implica el término que nos legaron los griegos.

En el pasado inmediato, las grandes ideologías que surgieron a la par de la revolución industrial, la democracia liberal y el socialismo, fueron hasta no hace mucho la carta de navegación de los sistemas políticos. Sin embargo, el ideario socialista encarnó en un “socialismo real” que, finalmente, se hundió con el fracaso soviético al finalizar el siglo pasado. Fue entonces que uno de los teóricos de la democracia liberal, Francis Fukuyama, consideró que ésta había llegado a su meta y era ya el único futuro posible (El fin de la historia y el último hombre, Planeta, 1992). Sin embargo, con el neoliberalismo desbocado y su empeño en poner fin al “Estado benefactor” para favorecer abiertamente una muy antidemocrática concentración del poder y la riqueza, la “democracia real” al estilo de la que hoy domina en Estados Unidos —white nationalism— y amenaza con expandirse, ya no tiene respuesta para el ciudadano promedio de un país como el nuestro, ni el de otros.

Ante la ausencia de las grandes utopías del pasado, hoy y aquí, además de esforzarnos por poner fin a las herencias nocivas de lo que en semanas será un antiguo régimen —desigualdad, violencia fuera de control y corrupción de todo el aparato institucional— es indispensable darse a la tarea de elaborar nuestra propia hoja de ruta, una visión de futuro colectivo aceptable, si no para todos, sí para la mayoría.

Se trata de generar una utopía, aunque sea modesta, pero surgida de nuestra historia. Alguna vez, cuando aún estaba viva, la Revolución Mexicana fue esa utopía, pero se fue apagando hasta morir a finales del siglo pasado y dejó un gran vacío en la imaginación colectiva. Y es claro que un Estado nacional no tiene gran futuro si carece de un proyecto colectivo que sea su marco moral y cuente con el respaldo y compromiso de una mayoría.

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