La política para el control de las drogas ilegales en el mundo se rige, entre los países miembros de la ONU, por tres tratados internacionales, también conocidos como Convenciones. El primero de ellos se suscribió en 1961 y el más reciente en 1988, hace ya 31 años. Aunque se les han hecho algunas enmiendas, estas no siempre son sustantivas y, con frecuencia, tardan años en adoptarse. Generalmente han ido por detrás de los nuevos conocimientos, de los nuevos derechos y de las nuevas y poderosas substancias sintéticas que causan cada vez mayores daños. Las Convenciones penalizan el uso de estas drogas e impulsan políticas punitivas y prohibicionistas. En el fondo, privilegian la perspectiva criminal sobre aquella que tiene que ver con la salud pública y los derechos humanos. Tienden, además, a ignorar los avances de la ciencia o, por lo menos, a retrasar sus aplicaciones prácticas y sus posibles efectos terapéuticos. También es verdad que las Convenciones han tenido efectos benéficos, entre ellos, poner cierto orden dentro del caos que impera en el mundo de las drogas ilícitas, así como generar algunos acuerdos multilaterales entre países. Además, nos han alertado sobre los riesgos que su uso implica y los daños que causan a la sociedad.

En lo que han sido poco efectivas estas Convenciones es en controlar la producción, el tráfico y la venta. En reducir la oferta o la demanda. Cada vez hay más drogas en el mundo, cada vez las consume un número mayor de personas a edades más tempranas, y cada vez son más accesibles y baratas. Pensar que es posible un mundo sin drogas que alteren la conciencia de las personas, es una fantasía. Esto nunca ha ocurrido. Al menos no desde que tenemos registro de nuestra existencia como especie. Quizá por eso mismo, una pregunta recurrente es: ¿qué podemos hacer al respecto?

Aunque ahora entendemos mejor el fenómeno, no hay una respuesta unívoca a la pregunta. Sabemos más sobre la composición química de las drogas y sus efectos médicos, y también tenemos mayor evidencia sobre cómo han funcionado las políticas públicas. Sabemos cuáles han sido las experiencias más exitosas y cuáles las más costosas. Por ejemplo, no hay duda de que el multilateralismo como plataforma para intercambiar tales experiencias y conocimientos, sigue siendo el mejor espacio del que disponemos para aprender lo bueno, lo malo y lo feo de las drogas, y también de los programas emprendidos por diversos países para contrarrestar sus efectos negativos.

La creciente complejidad del problema ha propiciado que, al interior mismo de la ONU, cada vez sean más las instancias que se involucran con el tema. En un principio fueron la Oficina contra la Droga y el Delito y la Organización Mundial de la Salud. Paulatinamente se fueron sumando la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, ONUSIDA, UNICEF, ONU Mujeres, etcétera. A tal grado ha crecido el involucramiento de prácticamente todo el Sistema que, en un comunicado reciente donde se habla de la descriminalización del consumo como una alternativa posible, ha sido suscrito por el Secretario General, y los Directores Generales de 31 entidades del Sistema. El órgano político en la materia es la Comisión de Estupefacientes, la cual es elegida, a su vez, por el Consejo Económico y Social. El año pasado la presidió nuestra embajadora en Viena, Alicia Buenrostro, uno de los mejores cuadros que tenemos en el servicio diplomático.

En la reciente sesión de dicha Comisión (que acaba de concluir), se hicieron evidentes los contrastes y las contradicciones en las que hemos caído: mientras que las tres cuartas partes de la población mundial no tiene acceso a los derivados del opio para el tratamiento del dolor o los cuidados paliativos, los Estados Unidos sufren una epidemia por abuso de estas mismas substancias con un saldo aproximado de 45 mil muertos al año por sobredosis. En tanto que el consumo del cannabis se ha despenalizado en algunos países, en otros sigue siendo motivo de sanciones excesivas e inhumanas. La perspectiva de la salud y de los derechos humanos, si bien gana terreno en el discurso, no necesariamente se refleja en las políticas públicas. Mientras unos países piden mano dura para los consumidores, otros avanzan con regímenes más flexibles. Algunos invocan el desarrollo alternativo para productores precarios (campesinos) al tiempo que otros exigen sanciones severas. Desde hace tiempo pienso que es necesario plantear modelos alternativos que incluyan sanciones administrativas o sanitarias más sensatas, más efectivas, sobre todo en los eslabones más débiles de la cadena. ¿Qué hacer con un joven consumidor de cannabis, por ejemplo, que no ha cometido otro delito más que comprar unos gramos de marihuana en el mercado negro porque no hay otro lugar donde adquirirla? ¿Es más pertinente que lo metan a la cárcel o a un programa de tratamiento médico y psicosocial?

México tiene la experiencia más costosa del mundo, en términos de vidas humanas perdidas, como resultado de la absurda guerra contra las drogas. El mundo se estremece cuando conoce las cifras de muertos y desaparecidos en nuestro país durante los últimos años. No hay evidencia más contundente ni más cruenta del fracaso de las políticas punitivas. Cierto, tenemos una situación geopolítica compleja: somos país de cultivo, de tránsito y de consumo. En tanto que no podemos cambiar nuestra geografía, lo que podemos hacer entonces es cambiar nuestras políticas públicas. Seguir igual me resulta inadmisible, como médico y como servidor público.

Hemos hecho un planteamiento ante la Comisión de Estupefacientes de la ONU, cauteloso pero firme. Recoge la experiencia de distintos países, empezando por la nuestra. Formulamos también algunas preguntas que llaman a la reflexión, no a la insurrección. No se trata de una confrontación con las Convenciones, pero tampoco de seguir contemplando pasivamente el deterioro del país. Debemos desarrollar un modelo propio, más eficiente, que no genere tensiones internacionales. La propuesta que México presentó para la consideración y análisis de la Comisión, al tiempo que suscribió, junto con los demás países la Declaración Ministerial 2019, se inscribe en esa filosofía. Es sencilla y se sustenta en cinco ejes:

1. Una aplicación más humana de la ley. Ninguna Convención establece que la cárcel deba ser la respuesta al consumo de drogas. Es necesario elaborar un catálogo de sanciones alternativas.

2. Privilegiar el enfoque de salud pública. Se requieren mejores intervenciones preventivas y acciones de reducción de daños más efectivas. Está comprobado que criminalizar, estigmatizar y encarcelar a los usuarios no les ayuda, al contrario, los perjudica.

3. Diferenciar las substancias fiscalizadas para tener un mejor control. No todas las drogas ilegales producen los mismos efectos ni son igualmente adictivas. Por ejemplo, la OMS acaba de reconocer que el cannabidiol (uno de los compuestos con posibles propiedades terapéuticas de la marihuana) no tiene por qué seguir bajo este régimen.

4. Atender las causas de la violencia mediante la estrategia del desarrollo sostenible. La violencia como herramienta de la delincuencia y la aparición de otras expresiones criminales (como el secuestro o el tráfico de armas), están vinculadas al mercado ilícito de drogas. Las comunidades más vulnerables son victimizadas y cooptadas. Las respuestas no pueden venir solo desde la fuerza. Se requieren mejores servicios y opciones de desarrollo. La Agenda 2030 ofrece el marco idóneo para ello.

5. Mayor coordinación para hacer más eficiente la cooperación internacional. No hay mejor espacio para ello que la ONU. Pero la fragmentación de esfuerzos hace ineficiente el uso de los recursos. La cooperación internacional, más que una camisa de fuerza para los países, debiera ser un traje a la medida.


Embajador de México ante la ONU

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