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“Que un hombre escriba un cuento”, esbozó Nathaniel Hawthorne en el siglo XIX en uno de sus note-books, “y compruebe que éste se desarrolla contra sus intenciones; que los personajes no obren como él quería; que ocurran hechos no previstos por él y que se acerque una catástrofe, que él trate, en vano, de eludir. Este cuento podría prefigurar su propio destino y uno de los personajes sería él”.
Hace 50 años, en junio de 1968, Joaquín Mortiz editó un libro de Salvador Elizondo, que admiraba Wakefield de Hawthorne, pero que quizá desconocía ese apunte que lo prefiguraba: El Hipogeo Secreto.
En ese libro convergen diversos sueños conjeturales como el que se incita a ser evocado en la primera página: “Evoca ese sueño que habrá de realizarse; aquí, ahora”. Esos sueños pueden entreverarse, contener otros sueños y estar asimismo contenidos en otros sueños y bifurcarse constantemente como el de la ciudad que aspiraba a soñar E., “como si con ello se fuera construyendo. Como yo te construyo en el sueño; en ese sueño que X. le cuenta al otro a la sombra de un gran árbol”. Finalmente, “el universo es un sueño. Ella es la Flor de Fuego. No la despiertes”.
También un libro puede conformar esos sueños inacabados. X. sospecha que en ese libro él y el hombre con el que solía conversar a la sombra de un árbol, que se imaginaban desterrados de una ciudad ideal e inventaban recuerdos de lugares, de hechos, de mujeres que nunca habían conocido, serían como personajes de una novela; “una novela barata y sin importancia; una de esas novelas que se leen, no sin malicia, en ciertas casas burguesas cuyos habitantes no carecen de algún refinamiento atávico, esas casas en que a todas horas parece el atardecer y hay bellos fruteros”. Conjetura asmismo que “también es posible suponer que uno de nosotros está escribiendo este libro, que uno de los dos ha imaginado todas sus partes y las guarda en la memoria, las organiza poco a poco antes de darles esa realidad más aparente que la escritura les confiere”. Adivina que “están siendo escritos” y que hay un tono que los “convierte en personajes novelescos: el tono de que todo está previsto”.
En 1967, Salvador Elizondo escribió en uno de sus cuadernos una “idea para una novela: Una novela que se llamará Teoría de la novela y que tratará de la teoría de la novela, ilustrada con ejemplos de una novela que se está haciendo”. Consideraba que podría ser la obsesión que necesitaba. Algo de ello parece adivinarse en El Hipogeo Secreto en el que ocurren novelas posibles como La carta anónima, escrita de una manera lineal, cuyo lenguaje está supeditado estrictamente a transmitir un hecho, como “una novela como Les 500 millions de la Bégum, pero al revés. Una historia triste, pero que, en cierto modo, hace reír a la gente”, como una novela policial metafísica, como El Hipogeo Secreto que está siendo escrita perpetuamente y cuyo autor posible puede llamarse Salvador Elizondo, pero no debe confundirse con un Salvador Elizondo que vivía en México.
Como a los protagonistas a los que imagina y se desvanecerían si abandonara la lectura, una lectora sueña asimismo al autor posible; “quizás me estás soñando que te escribo, que te recreo mediante las palabras que mi mano traza en la página. Tal vez estás soñando que tú eres uno de los personajes de El Hipogeo Secreto, que es la historia, dicen, de un sueño y de un personaje que lo sueña. Eres como una máquina de soñar”.
Esos sueños tienen algo de ritual y de iniciación. 50 años después de haber sido impreso por primera vez, cada lector del El Hipogeo Secreto, sin proponérselo y acaso sin saberlo, puede convertirse en uno de sus personajes.
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