A pesar de los agoreros y de sus enemigos, que le temen, el libro persiste sin dejar de adoptar formas varias en ocasiones insospechadas. Algunas de ellas parecen olvidadas y en desuso. Sin embargo, pueden retornar no siempre insólitamente o mantener una existencia secreta; una de esas formas es lo que llaman “edición de autor”.

Una superstición induce a creer que esas ediciones están condenadas a poetas solemnemente afectados como la tía de Juan Vicente Melo que, según lo confesó en su autobiografía precoz, “la pobre tía, de nombre común y corriente, pasa las noches en vela, en espera de la ‘inspiración’, entre los oscuros ruidos, las olas del mar, el viento que agita los árboles. Me la imagino esperando la Musa en actitud de quien no espera otra cosa en la vida y la Musa llega para dictarle versos tan sublimes como ‘Te venero Veracruz/ pues extirpastes (sic) el pus/ que infectó la honda herida/ que nos causó la partida/ de aquella tierra de luz’”. Refería asimismo que “por las mañanas y las tardes la incansable y ridícula, admirable tía estudia enciclopedias, tratados de poética y preside el Club de Escritoras ‘Jarochas’. Estamos de acuerdo: cada uno creemos que el otro es el malo. Ella no importa. Tengo envidia de su fecundidad y tenacidad, que mi padre pague sus ediciones”.

Sin embargo, el primer libro de Juan Vicente Melo, La noche alucinada, se publicó en algo semejante a lo que se alude como “edición de autor”: lo imprimió la Editorial Fournier, “o sea”, aclaraba el impropio Melo, “La Prensa Médica Mexicana, y patrocinado por mi padre como premio a mi buena conducta y a tener un título de médico-cirujano-partero entre las manos”.

También Por los extraños pueblos, el libro que Eliseo Diego tenía ganas de leer “y no hallándolo, así completo, por más que lo busqué en muchos sitios diferentes, decidí por fin escribirlo yo mismo”, se imprimió en La Habana en una edición de autor cuyos mil ejemplares, recuerda su hijo Eliseo Alberto, Lichi, en La novela de mi padre, estuvieron 20 años en el estante superior de un librero, en su casa, cerca del techo, todavía envueltos en papel de estraza. “La edición había estado lista desde principios de 1958, pero mi padre decidió guardarla completa porque corrían tiempos de rebelión nacional y en días así, de balazos y torturas, la vanidad puede entenderse por banalidad. Los ejemplares que circularon fueron los que papá regaló, pues nunca estuvieron a la venta en librerías”.

No sólo esas ediciones se han convertido en mucho más que una “curiosidad bibliográfica”. No han dejado de editarse esos ejemplares personales que pueden importar una iniciación que algo tiene de secreto para quien lo ha escrito y lo edita y para los elegidos que lo reciben.

Una de esas ediciones le ha sido deparada a ciertos lectores recientemente casi de manera subrepticia, como un hallazgo afortunado de prestidigitación; se trata de Ella, de Mariana Elizondo.

Desde la antigüedad el viaje puede ser asimismo una iniciación que no ha dejado de crear una literatura reiteradamente memorable: la Odisea, Virgilio y Dante, el Wilhelm Meister, de Goethe, y Moby Dick, de Melville, Joseph Conrad y James Joyce. Ella, de Mariana Elizondo, recrea la evocación natural de un viaje que le deparaba una huída y una iniciación íntima, pero que era también una iniciación en una ciudad ajena, lejanamente familiar, y una iniciación ardua y reveladora en la música y el descubrimiento de la creación, que se refleja asimismo en la naturaleza, en las estaciones que retornan inexorablemente sin dejar de producir asombros ni dejar de incidir en las costumbres, en los pensamientos y en la experiencia interior de las personas.

Esas iniciaciones fueron trastocadas por la iniciación implacable a una tragedia equívoca acaso anunciada por la rotura de un espejo. Mucho tiempo después, la convergencia de esas iniciaciones la han conducido a otra iniciación; la de la escritura, en cuyo espejo no parece haberse perdido.

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