Habrá quien recuerde la historia de la extraña tregua que se dio espontáneamente en 1914, en el macabro Frente Occidental de la gran guerra, cuando los soldados enemigos, en sus congeladas trincheras respectivas, apenas a unos metros de distancia, se pusieron a cantar canciones navideñas.

El relato wikipedia es que los alemanes alzaron un arbolito de Navidad y cantaron y entonces los aliados hicieron otro tanto. De ahí pasaron a gritarse mutuamente feliz Navidad, aunque sin dejar de apuntarse con los rifles. Entre los cantos, un osado cabo inglés levantó la cabeza sobre el parapeto y los alemanes no dispararon. Poco después, lentamente, los soldados de ambos bandos salieron, desarmados, se encontraron en la tierra de nadie, charlaron, intercambiaron tabaco y alcohol, rezaron juntos “El Señor es mi pastor” y recogieron a sus muertos. Según el poeta Robert Graves hasta se organizó un juego de futbol (que ganaron los alemanes).

En fin, hay libros y crónicas abundantes sobre esa historia. Y se explica, pues se trata de una situación cuyos ingredientes son humanos, demasiado humanos: la frágil aparición de la paz en medio del horror; la solidaridad que deriva del enfrentamiento con la verdad superior de descubrir que mi enemigo es mi semejante, que lo que le ocurre me ocurre y que siente lo que siento yo. Es la conciencia de que “tú eres esto” sobre la que se basan los ancianos Upanishads.

En estos días atroces hemos vivido a fondo la compatía, esa emoción que —define Octavio Paz— consiste en “participar en el sentimiento de otro”, el don de experimentar el dolor del otro como si fuera el propio. No como una compasión caritativa de privilegiado, sino en la conciencia de que el dolor del otro se ha incorporado en uno. Esta emoción, la compatía, que cambia la indiferencia por la fraternidad, piensa Levinas, está en la esencia misma de la ética.

El ejercicio de la compatía ha sido ejemplar en el México aún más desgajado de esta semana. Es imposible medirlo e imposible celebrarlo como se debe. El espontáneo desinterés, el desprendimiento, el tumultuoso arrasamiento de la indiferencia por la conciencia, la buena fe como conducta instintiva. No soy poeta y no puedo fantasear siquiera con redactar la enorme complejidad de esa emoción, de esa disposición al bien que ha sido empoderada por un mal.

Es compleja porque está sobresaturada de amor al prójimo, de voluntad y de albedrío, de impulsos culturales propios de la especie, deseos conscientes e inconscientes. Y en estos días se ha desplegado con asombrosa potencia, y se ha manifestado de mil maneras que podrían ilustrarse con mil historias (me pregunto ¿cuál? y la primera que viene a mi mente, ¿por qué?, es la del desdentado señor con su “cara de Juan, cara de todos”, que fue a comprar atole para llevarlo a regalar entre los rescatistas). Y los jóvenes, como debe ser, han sido el alma de la temblorosa alma de México.

Me pregunto en qué medida, ya por desgracia cíclicamente —en el reloj telúrico que suena su fúnebre gong cada treinta años—, estos fenómenos dramáticos crean una extraña tregua, similar en cierta forma a la que aquellos ejércitos europeos crearon hace cien años. La extraordinaria emergencia crea una atmósfera de verdadera patria que, para desgracia nuestra, somos incapaces de crear en la convivencia cotidiana, con las instituciones que nos hemos dado muchas veces a raíz de emergencias, pero ya fuera de ellas.

La tragedia, de nuevo, ha creado una tregua en nuestras pugnas diarias, en las pugnas entre los ricachones y los miserables, entre los poderosos y los desposeídos, la izquierda y la derecha, los honestos y los deshonestos y la larga lista subsecuente. Es una tregua, en fin, cuya fragilidad es comprensible. Difícilmente va a perdurar cuando la adrenalina deje su sitio a los humores habituales, al fastidio o al escepticismo; cuando el escenario nuevamente sea acaparado por los salvadores profesionales de la patria, los ricachones y los abundantes líderes. ¿Qué pasará entonces? El inmóvil terremoto nuestro de cada día; la rutina de ignorar y maltratar a “cara de Juan, cara de todos”. ¿Podremos convertir la tregua en conducta?

Los soldados que lograron parar las hostilidades la noche de Navidad de 1914 comenzaron a matarse de nuevo días más tarde, y siguieron matándose hasta 1945.

(Ya escrito este artículo leo “El asomo de la nación”, editorial que firmó ayer Jesús Silva-Herzog Márquez, cuya esperanza envidio, y con el que coincide, en algo, éste mío. “Lo habitual —escribe— es el sitio al que no debemos regresar nunca”.

Nunca.)

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