Qué personaje intrigante es el Primer Mandatario: para documentar su pobreza, en vivo y en cadena nacional, extrae de su bolsillo su cartera, se ufana de carecer de tarjetas de crédito y muestra detalladamente dos billetes que guarda en ella, uno de dos dólares y otro de doscientos pesos que, según él, sólo sirven para comprar buena suerte.

No es difícil apreciar que el primer espectador enternecido ante tal frugalidad es él mismo.

Pero no es el único. La exhibición de humildad que acomete cotidianamente el Primer Mandatario es casi obsesiva. Supongo que por dos razones: la satisfacción personal que le provoca no ser rico y una rentabilidad política redituable, pues mucho conmueve a un pueblo tan comprensiblemente ofendido por la tradicional opulencia de los políticos venales, los estridentes líderes sindicales, los ricachones oropeles y demás ristras de fanfarrones.

Heme aquí en el aeropuerto tirando de mi modesta maletita —dice cada día en las pantallas—, heme aquí por los modestos corredores, entre el azoro de los modestos ciudadanos ávidos de aplaudirme y quererme y de hacerse la selfi conmigo, usando sus celulares tan caros que yo no tengo uno porque necesitaría tarjeta de crédito de la que carezco porque desdeño la riqueza y sólo tengo dos billetes en la bolsa y primero los pobres y...

Hay una paradójica ostentación de la modestia, una singular vanidad de la sobriedad: AMLO es el VIP de la morigeración. Por fin, entre el desfile de políticos zafios, émulos de Creso, y los postulantes a Midas de pacota, el pueblo festeja la modestia de los dos billetes, en cuya parquedad afinca su sensación de que el Presidente vive en condiciones similares a la suya.

Los dos billetes tienen una sinceridad contundente. Sería, desde luego, menos redituable mostrar su declaración patrimonial, en la que sus bienes se reducen a 450 mil pesos guardados en bancos. Pero a eso se contrapone que no tiene bienes inmuebles ni muebles ni vehículos ni adeudos, ni na. Ni sus casas son sus casas, pues son de sus hijos y de su esposa.

En todo caso, el afán por disminuir a términos monetarios el calibre de su sobriedad no tiene mayor importancia cuando se trata, como en el caso del Primer Mandatario, de alguien para quien la única riqueza relevante es la del Poder, fuente de una satisfacción en tal medida suficiente que no requiere convertirse en el boato, las oriflamas y la chabacanería del ricachón pomposo.

El presidente tradicional promedio enriquecía, desde luego, en ambos sentidos, el económico y el poderoso. En el caso de AMLO, la frugalidad económica, en cambio, es un lujo más, otra virtud para engalanar el altar de su poder político, tan enorme que le permite darse lujos accesorios, como el de perdonar a quienes se han dado lujos económicos con dinero del erario.

Este Presidente que convoca a ir a misa y, más todavía, asegura que ir a misa —como él— en estado de bondad hace aún más agradable ir a misa (pues hace innecesario andar pidiendo perdón por no ser bueno) venera a un carpintero pobre que recomendó darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Nuestro Presidente, se diría, junta esos dos poderes en uno sólo. Es una suerte de papa paralelo (aunque sin fastos) y a la vez es el César terrenal, aunque franciscano.

Y la cantidad de poder que concentra deja muy abajo al poder económico de la Mafia del Poder contra la que se halla inmerso en desigual combate. En México, desde hace décadas, nadie ha sido tan rico como López Obrador. Sólo tiene dos billetes, pero si el poder político fuera billetes, tendría casi todos los de México y además dirigiría la Casa de Moneda…

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