¿Han peleado un último round? Yo sí, por eso ando cansado, pero me levanto. No rumio las palizas, ni las asimilo conformista, pero me levanto de la lona y adelante. De eso se trata escribir; de crear Macondos artificiales y personales; de masturbarme pensando en el mundo entero y en nadie. Mi ausencia de concentración se debe a las altas dosis de ansiolíticos que ingiero para dormir y, si tengo suerte, de volver a imaginar los primeros encuentros sexuales de mi adolescencia. Fueron magníficos porque no poseían adjetivos que los describieran, eran hechos necesarios y eternos, tanto que todavía permanezco en aquellas camas furtivas de las que salía huyendo a medio vestir, temeroso de las agresiones paternas de los adultos. Ya sabemos que los adultos se encuentran allí para agredir, ofender, educar, amansar y darnos alimentos e ideales. Yo jamás ofendería a un hijo con “mi amor”. Tal es la razón por la que me abstuve de sumar más víctimas a la causa de la especie humana. Alardeo un poco, sí, lo acepto, pero aún estoy anclado en mi propio humor, en mis raíces férreas. “¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero?”, pregunta un fantasma de carne y hueso al final de Doctor Pasavento, obra del escritor Enrique Vila-Matas quien, quizás, como Robert Walser, como yo mismo, desconfíe de la posibilidad de que la angustia pueda ser transmitida. Vaya si hay razón para pensar de esta manera, ni siquiera logro transmitir mi enojo, mi repulsión hacia los miserables y pedantes que se pasean como si en verdad poseyeran “un lugar” o un papel en este escenario de detritus festivo.

¿Con quién se puede hablar hoy en día? Y al pronunciar “hablar” no me refiero al parloteo atarantado y a distancia de las redes, sino al acto de estar frente a frente con alguien que puede escupirte, arañarte, despreciarte cuando te mira a lo ojos y se da cuenta de que tus pupilas se alejan o se acercan. Quiero morirme con la sensación de que todavía existe alguien, un lector o un ser prudente, a quien puedas abrazar y acariciar, no un rostro de marmota insípida que parlotea tras una pantalla o te envía un watsp. Pero los libros van marchándose poco a poco, ellos, que propiciaban la gimnasia de la lengua y la añoranza del cuerpo (gracias alcalde —o lo que sea— de Mazatlán). En la experiencia de mí mismo, un personaje de ficción jamás me recuerda a otro personaje de ficción, ya que un acto así me mantendría encarcelado en una celda que te promete la libertad y además te la ofrece, y cumple. Pero la libertad absoluta no es más que una patraña; tiene que haber otra persona, una sola, con quien se pueda hablar y no repetir trinos y tonterías comerciales imponiendo la tecnología como intermediario. Hace poco más de un año recurrí a todas mis fuerzas y me concentré, bajo el halo de mi soledad magnánima e imponente, diez segundos ante un espejo, y no vi el rostro de un simio, ni el de mi padre, ni el de una calavera: ¡Me vi! ¡Me vi! Y obviamente el espanto fue todavía mayor, tanto que corrí a escribir una novela lanzado, arrojado por la fuerza de ese impulso, de aquella visión aterradora: además del puro vacío logré atisbar algo más. Y fue precisamente ese algo más lo que me hirió, y mi libro fue consecuencia de esa basura, de aquella ramita que voló frente a mis ojos rogando pasar inadvertida.

Mas la vida de los libros y lectores va evaporándose y tornándose humo blanco. La gente (como se le nombra a ese cúmulo informe de seres aferrados su “a mí me vale madres la cultura, los libros y demás payasadas”) nos ha obsequiado la hermosa sociedad en la que vivimos. Gracias por abarcar el espacio antes habitable, los medios de papel y de pantalla, gracias por multiplicarse como almorranas y tapiar el horizonte. Y arrastrarnos, a algunos, como a Kafka, a su celda repleta de soledad maravillosa, de horizonte poético y generoso. Esa gente, dice, y en ello no le falta razón: “¿Para qué hablamos o leemos historias si de todas maneras vamos a golpearnos?” Nadie podría negar que tienen razón; nacieron para devorarse, golpearse, arremeter con los dientes la carne del otro. Baudelaire murió paralizado y mudo, pero hoy todos viven así, no mueren así. De todas formas, habrá que pelear el último round, aun contra las cuerdas, aun inclinado en la baranda y vomitando el mar. ¿Quiénes son los culpables de esta piadosa y también cruel ansiedad de libertad? ¿Diógenes? ¿Plotino? ¿Rousseau? ¿Hamann? ¿Thoreau? No, ninguno de ellos, en este caso no son culpables las ideas ni los libros, sino la ausencia de ellos, la proliferación de salchichas empacadas, parlantes, y la ausencia de libros elocuentes incluso en su inclinación al pudor y a su disposición de inanidad. Nos han robado los lectores y los libros, mas si lo que nos hurtaran fuera el carro enloqueceríamos y moveríamos medio mundo para remediarlo. Sé que mi queja al respecto es aquí continua mas, ¿por qué no?, si tengo que soplarme un millón de noticias sobre narco, políticos, futbolistas y actores y actrices badulaques que hablan como si les acabaran de quitar el chupón de infancia. Me ha venido a la mente un recuerdo que creía perdido. Hace una década en Berlín, la mafia respectiva se robaba los autos y los transportaba a Polonia en donde traficaba con ellos. Entonces el gobierno polaco, en un buen alarde de sentido del humor, realizó una campaña turística en Alemania para visitar Polonia en la que, por medio de carteles, decía: “Su auto ya está aquí, nada más nos falta usted. Visite Polonia”.

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