El metro de la Ciudad de México es una de las ciudades más grandes del mundo. Yo viví en sus entrañas durante muchos años. Sufrí como una res consciente el corral de sus vagones a las horas más descabelladas. Durante la secundaria y preparatoria tomaba el tren en la estación Pino Suárez hasta la estación Taxqueña. El 20 de octubre de 1975 en esa misma ruta un tren se estrelló contra otro convoy detenido en la estación Viaducto. Los muertos, la carne sin vida asomaba hacia los carriles de Calzada de Tlalpan. Yo caminé desde Pino Suárez de vuelta a casa y me colé en el lugar del sangriento accidente para mirar la desgracia. No debí hacerlo: las imágenes nauseabundas aún anidan en mi cabeza. En el metro sufrí durante años demoras, encierros hasta de dos horas a mitad de un túnel, inundaciones y aglomeraciones ominosas. ¿Y qué? Había que moverse de un lugar a otro.

El metro es también el lugar donde se vuelve necesaria la convivencia de los extraños y el encuentro entre los temperamentos y culturas divergentes. Es un zoológico ambulante y una transfusión de energía humana hacia todos los puntos cardinales. Algún día, como soñó Borges, nos mereceremos no tener gobierno y podremos prescindir de él. Sin embargo, aún estamos a su merced. No es esto del todo exacto. La ciudad de México es de naturaleza ingobernable y se mantiene en pie gracias a un milagro ya de por sí incomprensible. Quienes vivimos en su tráquea y en su cruel periferia somos testarudos, necios y no conocemos la prudencia ni la tranquilidad. Deberíamos marcharnos lejos o —como hacen las ratas agobiadas por la demografía– tirarnos a una barranca, al mar o abandonar el territorio de esta extenuante guerra cotidiana. Los ricos pueden, de alguna forma, aislarse, ya que han consumido la grasa de los más débiles e indefensos y viven en castillos feudales ajenos al movimiento trashumante de los salvajes que viajamos en metro. La piel de sus zapatos se conforma con las proteínas de los desgraciados.

Hace unos días un grupo de mujeres se manifestó por medio de una marcha para proponer su coraje públicamente en contra de los agravios, secuestros, vejaciones y amenazas que reciben en la ciudad del metro. Hace años que no marcho en la calle (ando viejo), pero si en ese momento hubiera estado en la ciudad o fuera yo un político de cualquier clase, funcionario o gobernador, me habría sumado a la querella y reclamación pública de estas mujeres. Se trata, desde mi punto de vista, de una de las manifestaciones más legítimas de las que tenga yo memoria. Es la seguridad más que cualquier otra carencia la que exige ser remediada en México y si en la ciudad central se cometen tal clase de tropelías y las mujeres se sienten asediadas e inseguras entonces el fracaso social es inminente. Recuerdo, no por azar, el relato de Julio Cortázar, Texto en una libreta, en el que cada día el número de pasajeros que entra al metro o subterráneo de Buenos Aires disminuye; las cuentas no concuerdan (entran más de los que salen) y luego de las conclusiones de la empresa y de las pesquisas normales, un amigo del narrador del relato concluye que los desaparecidos son resultado de la masa desgastada a causa del rozamiento de los cuerpos humanos. Era la física, no la criminalidad la culpable de la ausencia de los pasajeros extraviados. De tanto tocarse, empujarse, deslizarse los unos contra los otros resultaba obvio que los cuerpos se desgastaran y en consecuencia algunos viajeros desaparecieran. ¿Quien se conforma en CDMX con esta explicación? Yo no.

Si no hay un orden elemental y seguridad el metro, es improbable que haya sosiego y tranquilidad en la ciudad. Hace unos días, un grupo de vándalos entró al restaurante y centro cultural La Bota, en la calle de San Jerónimo en el Centro (yo viví seis años en esa misma calle, en el número 28) e hirieron y golpearon a meseros y comensales. ¿Y la policía? No acudió al llamado de auxilio y llegó veinte minutos después de las fracturas, desmayos y tragedia (la policía es, según mi experiencia, una de las formas más refinadas de la impotencia civil). Me habría gustado estar en La Bota para pelear (habría masticado a un par de rufianes). La ausencia de instituciones de seguridad capaces de comprender que la tranquilidad —a la hora de transitar y habitar las calles— es vital en la buena convivencia y progreso de una comunidad, obliga a que las antiguas guerras floridas y el miedo tomen de nuevo el escenario. ¿O cada establecimiento mercantil deberá crear su propia policía (feudalismo) y apuntalar sus murallas para evitar la vejación? Es un tanto inocuo pagar impuestos si no podemos reunirnos sin temor en un espacio público. Me alegra que me queden tan pocos años de vida. Y es un alivio no haber prometido un futuro mejor a mis contemporáneos. Hice bien en callarme y dedicarme a escribir.

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