Directo al tema: el romanticismo es para los individuos, no para los gobiernos. Los gobiernos románticos tienden al fascismo. Por el contrario: los individuos afectados de ese mismo virus, si acaso, se suicidan en vida y disfrutan de una muerte que les da espíritu, razón de estar y emoción vital. Yo, ahora, puedo tirarme por la ventana y a nadie le importa, excepto a quien va a limpiar la acera física o sentimentalmente. El enfermo de melancolía, el habitante del presente eterno, o aquel que acepta el misterio que envuelve cada uno de nuestros actos, ascienden por una escalera que los conduce a una soledad irremediable, a una soledad que es íntima, intransmisible a otros humanos y cuyo único consuelo se halla en el arte y la resignación al sufrimiento o al desgarramiento continuo: su libertad es, al mismo tiempo, una cárcel subjetiva y enloquecedora. ¿Pero alguien se imagina a este individuo con el poder suficiente para extender su enfermedad vital a la sociedad? No se requiere más que revisar la historia y uno encontrará en ella a un racimo de seres demenciales que, ignorando y dejando de lado a sus vecinos, hicieron de sus comunidades, territorios o países la continuidad de sus obsesiones: Trump, Maduro o Bolsonaro podrían ser un buen ejemplo, guardando contrastes, de esta catarsis tragicómica.

Puesto que no existe en el campo social nada parecido a una libertad sin leyes, entonces, como escribió Isaiah Berlin, podemos pensar que la libertad es, al menos y reducida a su mínimo significado, la posibilidad de elegir entre alternativas. De lo contrario habría sumisión, esclavitud o engaño. Así las cosas, los gobiernos que pregonan la libertad y la justicia como un todo inseparable tienen la obligación de ser pragmáticos, prudentes y no tomar decisiones abruptas, sentimentales o románticas. No quiero imaginar a un político o funcionario que en cuanto toma un poder considerable se vuelve artista y utiliza a los individuos como objetos y trazos de su propia obra. Algo así sucedió con Hitler, quien, si hubiera sido detenido a tiempo, no habría pasado de experimentar la enfermedad romántica como un suceso meramente personal y solitario.

La necesidad actual de ser pragmático y no pasar por encima de los diferentes se hizo más palpable luego de que un nutrido conjunto de pensadores, artistas y filósofos heterogéneos (desde Nietzsche y H.D. Thoreau hasta Paul Feyerabend, J. F. Lyotard o Michel Foucault; desde los dadaístas hasta los vanguardistas del siglo veinte y los artistas posmodernos) mostrara el grado de orfandad divina y el desprecio hacia los cánones, dogmas y verdades absolutas que comenzaba a imponerse en una sociedad occidental que había sido asidua a las guerras absurdas, a la edificación de sistemas políticos criminales, coloniales y depredadores. Contra estas barbaridades se rebelaba el individuo, el relativista, el huérfano de Dios que tomaba conciencia de que, si deseaba sobrevivir socialmente, tenía que dejar de imponerse a sus vecinos, a sus contrarios, y que resultaba más conveniente para él negociar acuerdos o verdades pasajeras, las cuales, sin embargo, mostraban ya en sí mismas una virtud en todos sentidos: el reconocimiento de la debilidad o ambigüedad de los dogmas morales puros y de las políticas autoritarias.

Retorno para terminar: el romanticismo se expresa en el arte, en el individuo, en el espíritu íntimo de cada persona, no en la política ni en los acuerdos sociales. ¿Y qué es el romanticismo, aparte de una tendencia histórica del sentimiento, el conocimiento y la intuición humanas? Transcribo un párrafo de I. Berlin sobre el romántico J. G. Hamann: “Para Hamann la creación era el acto más personal, más inexpresable, menos descriptible y analizable, por medio del cual el ser humano dejaba su impronta en la naturaleza, por el que permitía a su voluntad elevarse, decir lo suyo, expresar aquello que estaba dentro de sí sin permitir obstáculo alguno a ello.” Todo esto es vital en el gesto romántico, en la obra de arte, en el temperamento de un individuo, pero no en la política.

Y un posdata, adecuado para estos días: más allá de los análisis y explicaciones acerca del desabasto de gasolina no estaría mal detenerse a pensar hasta qué grado las personas son dependientes (es decir menos libres) del automóvil y de la tecnología que se crea para mantenerlos enjaulados y consumiendo alpiste. Una lectura de H. D. Thoreau, Iván Illich, Gabriel Zaid o Morris Berman no caería mal mientras uno espera a que le inyecten el líquido vital. De haber contemplado y tomado en cuenta sus ideas quizás muchos no estarían haciendo fila en una jodida gasolinera. En fin, hoy en día la cultura no es importante.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses