A George Orwell, con cariño.

Los caballos de fina estampa, poderosos corceles de pura sangre encerrados en un vulgar corral, desperdiciaban sus talentos y habilidades, su fuerza prodigiosa, su deslumbrante coraje para ganar cualquier concurso y apuesta, en el gigantesco patio abandonado de una granja, muy a pesar de que varios de estos equinos mágicos y magníficos habían ganado diversos “derbies”, los más prestigiados en el mundo entero. El cañonero II de Kentucky había quedado rendido ante la fuerza indomable del Azteca I, una criatura irrepetible en la historia de la zoología de todos los tiempos. Jamás criaturas cuadrúpedas, como las mexicanas, habían sido tan requeridas por todos los hipódromos del mundo por haber aquilatado un temperamento y garra pocas veces visto entre las grandes hazañas ecuestres en cualquier pista del orbe.

¿Cómo era posible que semejantes ejemplares, únicos en el planeta, no aprovecharan lo mejor de su musculatura y de su brío en los grandes concursos hípicos?, se cuestionaban los expertos ante un despilfarro de facultades tan notable de fieras tan fogosas. Sobrevivían en un ambiente podrido y descompuesto. Se alimentaban con forrajes silvestres y no con las pasturas idóneas cultivadas para seres vivientes excepcionales. Bebían agua escasa, pestilente y contaminada. Defecaban sin que nadie se ocupara de recoger sus heces de acuerdo a la más elemental regla de higiene y pernoctaban con sus cuatro patas hundidas en un fango hediondo, en un lodo nauseabundo sin que los granjeros se dolieran de la terrible condición de subsistencia de su ganado (¿), al fin y al cabo eran animales. No imaginaban que esas “cosas vivientes”, según se referían a los caballos de su propiedad, pudieran llegar a estar hartos del repasto, del zacatal y de la dehesa. ¿Por qué tanto descuido ante seres tan valiosos que estaban hastiados de los mismos forrajes, del mismo trigo, de la misma agua hedionda, del lodo mal oliente y vomitivo, en fin, del absoluto abandono?

Los animales confinados, desesperados, un supuesto buen día, solo supuesto, escucharon las voces del granjero vecino que los reconciliaba con la existencia. El salvador les abría las puertas de los corrales y los invitaba a la libertad, a la búsqueda de mejores condiciones de vida. Él y solo él, había entendido la pavorosa pesadumbre de los hermosos e irrepetibles caballos y los llamaba a una vida mejor, a disfrutar una calidad alimenticia insuperable; ofrecía agua fresca y no hedionda, paja limpia, pienso desmenuzado, caballerizas techadas, servicios oportunos proporcionados por veterinarios profesionales, ayuda oportuna para las yeguas cargadas, insuperable higiene y bienestar, más aún cuando ofrecía formidables bolsas de recompensas de llegar a ganar derbies como el de Kentucky, además de otros de los más importantes hipódromos de Europa y de Estados Unidos. La promesa y la oferta resultaban inigualables, sobre todo cuando no se veía una notable oportunidad a la vista, más allá de la salvaje explotación a la que habían sido sometidos no solo en los últimos años, sino en centurias de sepultura en situaciones inimaginables, heredadas de generación en generación y sin esperanza ni provecho alguno.

Cuando sorpresivamente se abrieron las puertas de los rediles, empezaron a salir, desconfiados, los primeros caballos de pura sangre. La desconfianza era tan evidente como patética. Los formidables equinos volteaban a diestra y siniestra en busca de sus conocidos amos. Nadie vino en su auxilio y orientación y de haber llegado la hubieran ignorado. En el momento en que las últimas criaturas abandonaban los patios de clausura, de golpe la gran manada escuchó sonoros disparos al tiempo que aparecieron feroces perros adiestrados por los vaqueros, en realidad cuatreros dedicados al robo de ganado. Unos asustados, otros esperanzados añorando momentos mejores que hicieran justicia a su condición desaprovechada, los caballos, ahora salvajes, empezaron a correr en dirección opuesta a la bulla, al alboroto originado por el estruendo ensordecedor de los disparos y los amenazantes ladridos de los perros. No hubo un solo animal que no se sumara a la gran fiesta de la libertad y del mejoramiento de su pavorosa existencia. Bien pronto todos siguieron al líder que agitaba el sombrero en tanto soltaban coces a diestra y siniestra y relinchaban gozosos en un feliz coro equino jamás escuchado.

La jubilosa estampida comenzó su marcha imparable, demencial y desbocada, sin que nada ni nadie pudiera contenerla. La alegría era total. Su significado resultaba incuestionable. La fuga implicaba la reconciliación. ¿Cómo negarse a ella cuando el infierno en la tierra era peor que el de la eternidad? Nada podía ser más doloroso. La ciega desbandada significaba el camino a la libertad. Las voces del nuevo amo contenían el indudable acceso a un nuevo y formidable destino. A correr, todos a correr, a acudir al maravilloso llamado de la salvación. En su enloquecedora carrera ni el propio líder reparó en su obnubilado jolgorio, que los caballos se encaminaban bienaventurados y dichosos, a un nuevo destino: un inmenso precipicio, un enorme despeñadero del que ningún animal saldría vivo porque los primeros en advertir la trágica coyuntura no podían detenerse al ser víctimas de las presiones de los últimos, que ignoraban su funesto destino. Vamos, vamos, relinchaban eufóricos… Solo algunos de los equinos, los restantes, pudieron detenerse justo a tiempo, antes de caer en el abismo, solo para comprobar el engaño de que habían sido víctimas por un justificado sentimiento de prosperidad que ya nunca podrían materializar.

Ni siquiera los cuatreros pudieron lucrar con el ganado porque éste había desaparecido para siempre. Desde las alturas lloraron su desgracia al ver a las bestias descuartizadas…

Ninguno de los equinos, ni siquiera los de pura sangre, pudieron suponer la existencia de un mal muy superior al que ya padecían…

Twitter: @fmartinmoreno

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