Cada cosa que hacemos, cada situación que protagonizamos, cada acontecimiento del que somos testigos, cada paisaje que descubrimos y cada experiencia que vivimos, va para arriba: directo al Instagram.

El álbum de la memoria se usa cada vez menos. Y los corredores no somos la excepción, cada meta que alcanzamos: compartir. Y no sólo es al final de una carrera o al principio, los fotógrafos del frenesí son capaces de parar en seco a hacerse una selfie en el kilómetro dos, a la mitad del recorrido o en el clímax de un entrenamiento, en un simple trote de domingo o un vil viernes en los Viveros de Coyoacán porque vieron una ardilla y quisieron presumirla a sus followers.

“Sweetest little chipmunk. LUV♥”, seguramente aparecerá de subtítulo en la fotografía que subió la treintañera a la que casi me le estampo al final de mi última vuelta cuando intempestivamente se detuvo apenas vio al roedor en la rama del árbol que señala los 1,800 m del circuito.

Es curioso lo que me pasa al escribir, en cuanto abordo un tema se me empieza a aparecer por todas partes. Es como si me llegara información de no sé dónde, como si quien sabe quién me la revelara o hiciera visible. O tal vez simplemente sea que estoy más atento y la vislumbro, como las carriolas el día que compras la tuya: “¿De dónde salieron tantas?”, me pregunté la primera vez que empujé la de mi hija. Me sucede como cuando buscas un producto en Google y, ¡oh, casualidad!, al rato te sale en todas las páginas.

A partir de que me dedico a la escritura, me he dado cuenta de que el algoritmo de la vida únicamente te permite hallar la solución al problema de la existencia una vez que encuentras tu propio orden y tu fin supremo. Es entonces cuando resulta evidente que todo es matemáticas y que la solución siempre está en sumar momentos al álbum de la memoria.

En una pausa que tomé mientras trabajaba en estas líneas, el Instagram me mostró las fotografías de una amiga corriendo en unas colinas espectaculares en un recóndito rincón del planeta que aún no conozco. Parecía tan real aquella escena que no lo era, corría sin mirar a la cámara en varias tomas producidas, solicitadas. ¿Cómo cargan con fotógrafo a donde sea? ¿Por qué voltean al suelo?

No soy un experto, pero me da la sensación de que la magia de una fotografía está en la espontaneidad y, a veces, en mejor no tomarla, como diría Sean O’Connell en la escena cúspide de The Secret Life Of Walter Mitty, luego de que por fin apareciera el leopardo de nieve que llevaba días intentando captar con su cámara.

—¿Cuándo vas a tomarla? —le pregunta Walter ansioso. —A veces no lo hago. Si un momento me gusta demasiado, prefiero no distraerme con la cámara. Sólo deseo permanecer justo ahí. 

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