Ya te había visto alguna vez por aquí —alcancé a oír en el Vivero de Coyoacán a un corredor de unos 27 años que se acercó a una corredora poco más chica—. Soy Diego, ¿tú cómo te llamas?

—Andrea—, respondió con pena, sobre todo porque se percató de que yo no era el único curioso que corría junto a ellos atento a tal acto de valentía, más en estos días en que la osadía de hacer caso a los impulsos del corazón puede confundirse con acoso.

Yo seguí a mi ritmo y los dejé atrás mientras él alargaba la plática, que enseguida me pregunté hasta dónde llegaría, pues cuando uno vence el miedo o la resistencia y se atreve a darle voz a los deseos, estos son capaces de construir lazos, de ligar gente, de unir caminos y tejer historias con esos hilos sutiles que no se ven pero sí se sienten, y que dan rienda suelta a la vida.

Ahí mismo, tres años atrás, fue que conocí a Ángel, el guía de corredores ciegos, de atletas que no ven —por lo menos como nosotros entendemos—, pero que saben, a veces mejor que nadie, a dónde se dirigen. Aquella ocasión (de la que ya escribí tiempo atrás en esta columna), cuando descubrí la agujeta en su mano que lo unía a la del corredor invidente, inmediatamente quise ir a expresarles a ambos mis respetos. Fue un deseo profundo, uno de esos anhelos de verdad.

Así como le pasó probablemente a Diego, porque a veces no nos es fácil acercarnos a las personas; tras varios intentos por fin me atreví y fui a presentarme. Le dije a Ángel que quería contar su historia, bien fuera en un video o con letras. A partir de entonces nos mantuvimos en contacto y un día me invitó a ser guía en una carrera, invitación que trasladé a Mayu, mi esposa, quien aceptó sin dudar.

La experiencia le llegó también hondo, la cimbró, y en una charla de trabajo la compartió con Bernardo Angulo —consultor e investigador del comportamiento y los procesos humanos—, colega y amigo suyo, y quien trabaja, entre otras cosas, como entrenador mental de distintos equipos de futbol.

El fin de semana pasado, Mayu, Bernardo, Ángel y Jorge López, quien perdió la vista hace siete años y a través del correr le dio la vuelta a su vulnerabilidad para convertirla en valentía, realizaron una sesión de coaching con un grupo de jugadores de Primera División que acabaron más unidos que nunca con sus agujetas, hoy entrelazadas en su vestidor como un recordatorio de su unión, porque todos estamos conectados por el hilo de los deseos auténticos, tanto que la necesidad de una persona por hacer contacto con otra, podría llegar a tener que ver con un próximo campeonato de futbol.

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