A lo largo de mi vida oí decir, además de que lo leí por aquí y por allá, que una edad avanzada era la época ideal de la relectura. La lógica parecía favorecer la idea: ¿cómo no releer cuando se ha pasado uno la vida leyendo y, ya viejo, puede proceder con soltura en un plan, digamos, antológico? Pero me resistía a aceptarlo del todo; la explicación: ¿yo, alguien “de edad madura”? ¡Eso es un escándalo y me resisto a creerlo, a aceptarlo! Debo aclarar que pertenezco a una generación que contribuyó a crear una imagen muy poderosa de la juventud: ser joven no nada más estaba bien sino que lo seríamos para siempre. Por lo menos dos canciones de mis tiempos, una de Bob Dylan, lo proclamaban desde la frase titular a la manera de un deseo imposible: forever young. Ahora tengo 68 años. Tiempo de relecturas. Ya no tengo ningún problema con eso; los que tenía, quedaron resueltos; hace muchos años, décadas, lustros, no soy joven. Como decía el poeta Neruda: qué alivio… aunque, también: ¡qué nostalgia!

Casi ninguna relectura tan gozosa, en estas edades mías, como la de Italo Calvino, a quien algunos solemos considerar un escritor latinoamericano, específicamente cubano, pues nació en 1923 en Santiago de las Vegas. Murió el día del Gran Terremoto de México: el 19 de septiembre de 1985. Pero Calvino es, como su nombre de pila indica, un italiano con toda la barba, lo que significa para mí: un hijo ilustre de la gran maestra de Europa, de uno de los faros del mundo.

No entraré en detalles de mi relectura calviniana; diré sólo que acercarme de nuevo a las páginas de libros de él que atesoro —a pesar de haber extraviado algunas ediciones valiosas, por lo menos para mí—; entrar una vez más en contacto con una escritura luminosa, inteligentísima, colmada de observaciones agudas y de descripciones a menudo hermosas; establecer una comunicación entrañable con textos largamente admirados (escuchar con los ojos, Quevedo dixit), es una experiencia de módica renovación espiritual. Desde mi punto de vista, no es poca cosa.

Cesare Pavese llamó a Italo Calvino, hace muchos años, “la ardilla de la pluma”. La frase es simpática, ¿pero qué quiere decir? Quizá no veamos, nosotros, urbanícolas, muchas ardillas; pero las que podemos ver (en Ciudad Universitaria, en Chapultepec, en los Viveros de Coyoacán) nos ofrecen una imagen de agilidad nerviosa, actividad incesante y eléctrica, brillo vital. Creo que todas esas cosas las vio Pavese en Italo Calvino. El elogio tiene sentido y describe muy bien al fabulista de Marcovaldo y a un hombre joven que ya era veterano en la lucha antifascista recorriendo los senderos de los nidos de araña.

Abrí hace algunas semanas las dos trilogías calvinianas: la de los Antepasados y la que llamaré “de la vida secular”. Comencé a releer en forma, entusiasmado, la segunda, y todo me quedó claro: mi reencuentro con Calvino continuará mucho tiempo.

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