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No conversé con el poeta venezolano Rubén Ackerman (1954-2017) más de 15 minutos. Nos conocimos este noviembre en la hermosa ciudad de Cuenca, en el centro austral del Ecuador. Él mereció la mención Ilustre Municipalidad de Cuenca en el certamen del Festival de la Lira, distinción dotada con una buena recompensa económica, por su primer libro de versos, titulado Los ausentes. Un caso extraño, anómalo: a los 63 años publicó su primera obra poética y obtuvo un premio internacional de alcances hispanoamericanos.
En Cuenca, Rubén Ackerman estaba rodeado de poetas de muchos países de América Latina y se veía azorado por lo que le estaba sucediendo. Todos lo felicitábamos y todos le manifestábamos nuestro gusto por la mención que había obtenido.
El jueves 9 de noviembre hubo una comida para los invitados al festival. En la noche habría de clausurarse la reunión poética con una ceremonia de despedida, en un lugar llamado Jardines de San Joaquín. Nos reuniríamos por última vez, satisfechos por tantas actividades, conversaciones, fiestas y encuentros. En la comida, Ackerman se sintió mal: indispuesto, con un malestar que todos atribuimos a la altura de Cuenca, de casi 3 mil metros sobre el nivel del mar. El poeta venezolano fue llevado a una habitación, donde se tendió a reposar. Médicos llegaron a atenderlo y se decidió hospitalizarlo. Los demás nos dirigimos al hotel para prepararnos: la noche sería más bien fresca y había que abrigarse.
A media tarde, en el lobby del hotel estábamos el venezolano Armado Rojas, el uruguayo Roberto Appratto, el colombiano Juan Manuel Roca, y yo, mexicano. De pronto Armando Rojas —maestro de Rubén Ackerman durante varios años— se demudó: de Venezuela le informaban por medio de las redes sociales que Rubén Ackerman había muerto en Cuenca, no lejos de donde nosotros estábamos. El estupor y el espanto se apoderaron de los que estábamos allí y luego de los demás invitados al festival. Todo cambió; la fiesta dejó de tener sentido; el amigo nuevo, el poeta viejo y novato al mismo tiempo, el autor de un primer libro meritorio había sido aniquilado por males cardiacos que venía arrastrando de tiempo atrás y que ya lo habían amagado seriamente: dos infartos en los años recientes, según nos enteramos más tarde.
La reunión de esa noche de jueves fue tristísima. Subí al estrado, pesaroso, a recibir el diploma que debió ser de Ackerman; no dije una palabra, desde luego: de todas formas, no hubiera podido hablar. Al bajar, le entregué el documento a Jorge Dávila, director de la reunión, hasta entonces tan hermosa y alegre, de pronto ensombrecida. Dávila lo recibió abatido.
Al día siguiente un trío de amigos poetas visitamos Quito y admiramos las iglesias de La Compañía y de San Francisco. No podíamos dejar de hablar de la muerte de ese poeta venezolano. Lo llevábamos en el corazón, como una imagen grabada a fuego.
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