El bielorruso Evgeny Morozov es uno de los más célebres entre los llamados “escépticos” del Internet, palabra que él mismo prefiere “entrecomillar” pues la llamada “red de redes” es un conjunto, para empezar, de herramientas, ideas, aplicaciones, mitos e ilusiones que difícilmente, acudiendo a la epistemología, puede caber en un mismo concepto. Contra los llamados geeks —los fanáticos del “Internet”— ya publicó, Morozov, The Net Delusion: The Dark Side of Internet Freedom (2011) y ahora, en español, podemos leer La locura del solucionismo tecnológico (Katz, 2013), donde una vez más arremete contra quienes creen ver en la red, a la vez un modo de pensamiento y la realidad que ese pensamiento produce, un monismo filosófico en el cual, según el crítico, todos los que tienen un martillo lo único que ven son clavos.

No es Morozov, como lo han descalificado sus adversarios, un ludita ansioso por destruir las nuevas tecnologías, sino un estudioso prudente y liberal, alérgico al fanatismo, dispuesto a aceptar los beneficios de “Internet” y sus daños en la cuenta de las democracias. Destaca la baja calidad de las discusiones políticas en “Internet”, las cuales han banalizado al ciudadano y le han impuesto a los políticos un baremo de transparencia absoluta, casi orweliano, capaz de dificultar o de plano impedir la toma de decisiones clave para las comunidades, sobre todo las más desarrolladas —Morozov vive en los Estados Unidos— mientras se ríe de aquellas adaptaciones destinadas, por ejemplo, a qué hacer —en Los Ángeles— con el dinero sobrante en los parquímetros una vez que el automovilista se ha retirado sin cumplir la hora completa ya pagada o la idea de las cocinas inteligentes equipadas para que la persona más inepta en cuestiones gastronómicas sea instruida desde un programa, ante cada plato, para hacer de éste un sublime manjar.

Pero Morozov va más allá de las banalidades y el ocio procreados por “Internet” y estudia “la estructura de las revoluciones científicas”, como se llamaba aquel clásico de Thomas Kuhn alguna vez leído en la escuela, para ver que las maravillas, milagros y maldiciones suscitadas por la red distan de ser el hilo negro. Forman parte, también, de una tradición. Empieza por preguntarse, como lo hizo un colega suyo, si Johannes Gutenberg (1400–1468) fue el primero de los geeks y si la imprenta cambió al mundo con la rapidez decisiva que estamos acostumbrados a concederle.

“Internet”, así, forma parte de la historia de la tecnología, de la economía, de la política y de la civilización entera pero, según Morozov, su destino incluye varias de las atenuantes ya sufridas por los cambios impuestos por la electricidad, el automóvil, la radio, el cine y la televisión, al grado que contra el “Internet–centrismo” denunciado en La locura del solucionismo tecnológico, nos habla que un mundo postinternet, fatalmente, está por llegar. Toda novedad deja de serlo.

Ortega y Gasset, citado por Morozov, decía que “para ser ingeniero no basta con ser ingeniero”, es decir, la técnica o las ciencias aplicadas no pueden escapar al escrutinio de la cultura, a su riqueza. A mí se me ocurre que “Internet” de alguna manera resuelve aquella polémica sobre “las dos culturas”, cuando C.P. Snow dijo que la ciencia era el progreso contra la literatura, mero almacén de las antigüedades, lo cual hizo respingar al crítico literario F.R. Leavis, alegando a su vez que a esta tocaba salvaguardar el saber humanista despreciado por la primera, polémica de la añeja “edad atómica” que repuso en 1959 una querella aun anterior, la de la primicia de la técnica sobre la humanidad, la cual atormentó a los sobrevivientes de la Gran Guerra y volvió a ser la discusión macabra tras la Solución Final, Hiroshima y Nagasaki.

Internet, con o sin comillas, ha sido, también el difusor más eficaz, no sólo de la basura mediática, sino de la alta cultura: facilita mirar el recoveco de un fresco de Piero della Francesca, situado a miles de kilómetros de nosotros o escuchar, gracias a dos clics, un cuarteto de Alois Hába. Que ese curioso se conforme con lo que la red le ofrece de inmediato es problema de la persona, no de la herramienta. Siempre ha habido malos espectadores de pintura y personas sin oído, de la misma manera que entre las virtudes del libro electrónico no está la de crear buenos lectores. Pero nunca había sido tan fácil fajarse contra esas deficiencias.

Oscar Wilde, quien según Borges siempre tenía la razón, decía que, desgraciadamente, el refinamiento es fruto de la esclavitud. Entre mayor sea nuestra esclavitud de las máquinas mayor tiempo tendremos los humanos para dedicarnos al refinamiento cultural. Si yo fuera el autor del párrafo anterior, a algunos lectores les sería desagradable de leer, pero es obra de Morozov, nativo digital nacido en 1984 como nativo de la red, lo cual da qué pensar. Sin la caja de herramientas a la que tuvieron acceso los victorianos, remata el bielorruso citando a un historiador inglés, no habrían existido la puntualidad, la pulcritud y la atención que presuponen, la precisión en los relojes, el agua corriente y las gafas. Un buen uso de “Internet”, concluye, mejora la calidad de una civilización liberal.

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