Una de las paradójicas características del populismo dominante es su xenofobia. Vegetarianas o carnívoras, estas xenofobias hacen sentir a cada pueblo que es único por su historia y por su destino, diferente a la otredad moderna, invariablemente dibujada como ultrajante y vil, dedicada a saquear a los antiguos Estados-nación, los cuales sólo pueden salvarse confiándose a la guía de jefes providenciales y a su destreza en el timón. La paradoja está en que cada uno de esos nacionalismos moldeados por el populismo es muy parecido al otro porque se trata de un fenómeno universal. Así que nada mal nos hará ver la paja en el ojo ajeno.

A finales de 2019 se cumplen veinte años del arribo de Vladímir Putin al poder en Rusia. Hay tiempo para escudriñar en el expediente de quien probablemente sea, en la sombra, el hombre fuerte del planeta. Putin carece de la riqueza de los jerarcas chinos, fue ajeno a la buena prensa de Obama pero tiene al presidente Trump a su servicio. El actual inquilino de la Casa Blanca, gracias a su pavor y a su incompetencia, lo admira y le teme.

Dondequiera que emerge el populismo contemporáneo está Putin, como discreto benefactor y referencia obligada en el combate a Occidente o tan sólo como fantasma en los miedos y en las fantasías de sus admiradores o enemigos. El Estado soviético (1917-1991) nunca fue populista porque no se presentaba encarnando a la voluntad popular, sino como lo contrario: el Partido Comunista la representaba selectivamente con su élite burocrática de “revolucionarios profesionales”. Empero, nutrió al populismo de numerosos símbolos, políticas y rituales, al grado de que en el siglo XXI cosas tan distintas como el antiguo marxismo-leninismo en el poder y los populismos en boga, suelen confundirse.

Hijo y nieto de bolcheviques, el hombre quien muy a su pesar tomó parte en el rebautizo de Leningrado como San Petersburgo, nació en esa ciudad en 1952. Su abuelo, cocinero, trabajó alguna vez para la viuda de Lenin, y el padre de Putin fue un oficial de la marina. Combatió heroicamente durante el sitio de Leningrado y allí perdió a uno de sus hijos. Habiendo muerto de difteria, su otro hermano, nuestro Putin, el tercero en nacer, creció como un sobreviviente y según su biógrafo Steven Lee Myers (The New Tsar: The Rise and Reign of Vladimir Putin, 2016), este hijo único fue el homo sovieticus por antonomasia: servicial hasta la abyección con los poderosos y ajeno a la iniciativa individual hasta que no se encontró en la cúspide del poder.

Ese carácter de Putin acabó por ser moldeado, casi a la perfección, durante sus años en la antigua República Democrática Alemana como teniente coronel del KGB. Siempre en la sombra y remitido a la aburrida Dresde, Putin sólo puso en peligro su trabajo en una ocasión, cuando su consabido amor por las artes marciales lo impulsó a participar en una gresca en el metro, exhibición harto impropia para un espía. En Dresde era considerado, por sus superiores, como un mediocre. A cambio, en comparación con la URSS, la RDA era próspera y la familia Putin pasó años, si no de dicha, al menos de desahogo.

El KGB de Putin fue el presidido por Andrópov, fugaz presidente —por fallecimiento— de la URSS en 1983-1984, quien estaba más interesado en defender al imperio, suministrando al Kremlin información de calidad sobre el inesperado y letal Papa polaco, por ejemplo, que en la rutinaria vigilancia de disidentes. Tuvo Putin en Andrópov un ejemplo de pragmatismo patriótico, escasamente ideológico pero no por ello ajeno a la crueldad. Y gran importancia adquirió en su formación la emulación de la célebre Stasi, aquellos “queridos camaradas” alemanes que hicieron de Putin un tipo particular de ruso, detectado por los novelistas en el siglo XIX, el “germanizado”, aquel quien toma de la admirada (y odiada) Alemania, la suprema eficacia protestante frente a la legendaria y melancólica apatía rusa.

Putin bebe poco, trabaja todo el día y es capaz de enviar a su hija accidentada al mejor hospital de Alemania sin permitirse el tiempo de darle consuelo telefónico a su esposa. Como para todos los rusos, cuando colapsó la URSS en el invierno de 1990-1991, Vladímir Putin hubo de jugársela. Contra sus convicciones —las del “nacionalismo gran ruso” dormido en la mente soviética— apostó por los vencedores y contribuyó a desmantelar el imperio. Ya llegaría la hora de reparar la honra perdida.

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