Un síntoma de la ansiedad española puede localizarse cuando a los peninsulares les da por hacer, de la lengua castellana, el santo y seña de su identidad, a falta de otra “marca” que ofrecer. Pese a que Rajoy alivió la crisis económica en aquellos lares y acabó, sin recurrir al fantasmático “nacionalismo” español, por ponerles el alto a los independentistas catalanes, protagonistas de una ópera bufa que tras bambalinas es esnobismo de niños ricos, tráfico de influencias y blanqueo de dineros del erario, España no se siente a gusto en su piel, para usar la expresión francesa, y cuando ello sucede, salen a presumir el español entre los indianos.

La nueva vindicación del idioma de Cervantes como parte de la llamada “marca España” fue anunciada en la Villa y Corte por el ministro Iñigo Méndez de Vigo, provocando la protesta de “los ámbitos lingüísticos latinoamericanos”, según dice la nota de El País del pasado 27 de febrero, cuya cabeza, digo yo, es de suyo desagradable de oír en esta orilla del Atlántico: “América también reclama el español”. ¿Cómo que también? Incluidos los irredentos vascos y catalanes, que son españolísimos, como lo sabe quien sigue el consejo de Pío Baroja de que la ignorancia y el nacionalismo son males pasajeros si se tiene la costumbre de viajar, se les olvida a los españoles que el corolario de su vasto imperio, vapuleado por la modernidad desde el siglo XVII, implicó legar el castellano a millones de hablantes del otro lado del mundo, quienes —así sucede con toda lengua viva— lo enriquecieron, lo traicionaron, lo prostituyeron, lo hermosearon.

A los españoles —o al menos a sus ministros— se les olvida, también, que ni la poesía ni la narrativa ni el ensayo peninsulares, son actualmente superiores al conjunto de la literatura hispanoamericana. Y para ir más lejos, en calidad y en cantidad, no creo mejorcitas las letras peninsulares a las escritas, nacionalmente, en la Argentina, Chile o México. Algo queda de la mediática industria editorial española, que a tantos de nuestros escritores, buenos y malos, contrató durante los años en que fluía el maná de Bruselas, aunque luego hubieron de mandar a picar miles de ejemplares no vendidos. Persisten magníficas casas de edición en ultramar y grandes autores, como los hay en algunas otras partes, pero la Reconquista de América emprendida por la Transición española, es historia.

Razonando en el sentido contrario al del europeísta George Steiner, al decir que a los gringos les corresponde almacenar en sus majestuosos museos y en sus eficaces archivos la memoria europea, yo creo que bien hace España, exitosa democracia hasta hace poco, en partir el queso y darnos cada dos años el Premio Cervantes. Lo considero como un reconocimiento a esa “panhispanidad” promovida en el pasado reciente y abandonada, en aras de la “marca España”, por el antojo del ministro don Iñigo de hacer de 2019 otro “año del español”, ignoro para qué.

Independientes las academias de la lengua americanas de la Real Academia desde hace rato, semejantes festejos poca importancia tendrán por acá pues nuestra incuria nos quita mucho tiempo (les cambio una recua de narcos por Puigdemont). Pero en cuanto a España, en algo preocupa el bostezo imperial. La última vez que lo intentaron, se acercaba el cuarto centenario de la hazaña náutica de Colón en 1892. En mala hora salieron los peninsulares a festejar la lengua, pues se les vino encima el 98 cuando perdieron la guerra por Cuba y Filipinas. Entonces se deprimieron mucho y se pusieron a pensar los Unamuno y compañía, ansiosos de regenerarse, agregando a la literatura de la lengua el ensayo de interrogación nacional.

El salpullido imperial de sacar a procesión la lengua también en América tiene razones endógenas. La crisis económica de hace un decenio y el lío catalán degradaron a la “marca España”, devolviéndola a su realidad de potencia media. Pero la democracia española, con su monarquía, se recuperará de la facundia de los años de oro y de la intoxicación nacionalista. Volverá a ser, quizá, un ejemplo a seguir en las repúblicas desprendidas de su antiguo imperio y mientras tanto, quienes hablamos y escribimos en el español de acá, hemos de ser comprensivos hasta con las infatuaciones del pequeño país europeo situado en nuestro origen.

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