El 3 de noviembre se cumplirán cien años de la muerte de Léon Bloy, con toda probabilidad el más terrible —por genial, por insoportable, por profético, por majadero— de los escritores católicos de la modernidad. Pocos han sido inmunes a su embrujo. Gide recomendaba, después de leerlo, aliviarse, dada la urgencia, con Voltaire o Diderot. El filósofo Maritain, a quien convirtió al catolicismo junto a su esposa judía, Raïssa, le consideraba menos un medieval que un contemporáneo del teólogo Orígenes, aunque perdido entre los burgueses. Darío, quien lo incluyó en Los raros, lo hallaba dulce al desgarrar a sus víctimas. “Demoníaco, cautivo de lo absoluto”, lo llamó Borges, ese escéptico.

De la ola de conversos neocatólicos que arrasó la Francia de la Tercera República, Bloy, nacido en Périgueux en 1846, fue el más original. A su lado, Claudel es un convenenciero y Huysmans (con quien Bloy se peleó por las más bajas pasiones de la vanidad literaria, a la cuales no era ajeno), tan sólo un esteta, mientras que sus viejos maestros (Barbey d’Aurevilly y Villiers de l’Isle Adam) carecían, al no ser conversos sino gente de tradición, de sus ínfulas. Fastidiado de estar rodeado de conversos que pretendían conducir su cristianismo evangélico hacia la Iglesia, Gide decía que nadie es más fatuo que ellos. En su humilde desgracia, sólo el poeta Verlaine deja mudo al estridente Bloy, cuyos pecados, para quien crea en esa jurisdicción, fueron más literarios que humanos. Él así lo consideraba, coqueto: “Hay quienes admiran algunas de mis páginas, sin sospechar que son apenas el residuo de un don sobrenatural odiosamente estropeado por mí, y del cual tendré que dar cuenta en un juicio terrible”.

Las paradojas de Wilde, su contemporáneo, son delicadas bromas de salón y sólo eso, frente a la santa cólera de Bloy, orgulloso de su pobreza hasta la facundia (y autor de El mendigo ingrato, un autorretrato que más que novela es un símbolo, como todos sus libros), creyente en el dinero como criptograma de la palabra de Dios (falsa etimología denunciada por Maurice Bardèche, el negacionista que escribió su biografía en 1989), aunque capaz de azotar a la limosnera que hacía sonar las monedas al pedir limosna, tras la misa.

No sé de qué manera pueda ser leído Bloy actualmente. Fue, desde luego, un gran mitógrafo. Sus recreaciones de Juana de Arco, muy del gusto del peor nacionalismo francés, de Cristóbal Colón, el revelador del globo equiparado con Jesucristo o de Napoleón (“Nació en una isla, combatió a una isla, murió en una isla”), son geniales. Su desprecio por el mundo burgués de su tiempo (y de cualquier otro), legible en la Exégesis de lugares comunes (1913), supera al de Flaubert. Sus diarios, duplicados en una versión pública y otra secreta, exóterica y esotérica, acaso sean la lectura decisiva para todos aquellos quienes crean en el cristianismo como un masoquismo y en la invectiva como la realización suprema del arte.

Como historiador de la Iglesia Católica y mañoso exégeta de la Biblia, bien puede ser catalogado entre los joaquinistas y los milenaristas, pues a decir de Albert Béguin (tradujo Juan Almela), en Bloy, “la historia no ha llegado a ser todavía la historia del Reino definitivo, arrastra de siglo en siglo su curso cargado de espanto, y es precisa toda la atención de un espíritu en oración, toda la obediencia difícil de un corazón devuelto a la humildad, para admitir el escándalo de estas demoras infinitas”.

Fanático de la oración, Bloy, empero, es un camello impedido de entrar por la aguja de coser de la Reacción, debido a la cuestión judía. Lo resalta Maritain en su breve Léon Bloy (1936), lo deplora Bardèche, el fascista, quien interrumpe en ese punto su devoción y lo acusa de hacer teología con la ingenuidad y la imaginación. Impecable, Bloy condenó, en La salvación por los judíos (1892), todo el antisemitismo católico de Drumont y su escuela, conectada después con el nazismo. El pueblo de Jesús y de María no podía ser insultado por ningún verdadero cristiano pues al hacerlo, blasfema, cerrando el tránsito entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. “La historia de los judíos”, escribió Bloy, “se opone al curso de la historia del género humano como un dique se opone a un río: para levantar las aguas”. La Sinagoga, concluye Bloy, deberá seguir los pasos de Jesucristo y lograr la salvación universal, punto de vista, desde luego, que sólo concierne a quienes crean en ese profeta y en aquel plan. Pero quel plan o un masoquismo y en profetaesiduo de un don sobrenatural odiosamente estropeado por manismo como un masoquismo y en la profecía de Bloy se grabó en el siglo XX: al celo antisemita sólo puede seguirlo fatalmente el celo anticristiano.

Abro al azar los Diarios, de Bloy, en la edición que mandó hacer el difunto amigo Jaume Vallcorba (Acantilado, 2007) y me encuentro con la entrada del 3 de marzo de 1904: “Una alegría que nunca he conocido es la de no tener a los perros siguiendo mi rastro, dejar de sentir detrás de mí unas fauces aullantes y devoradoras y detenerme al fin sintiéndome seguro, aunque sólo fuera una hora, para beber en el manantial de Dios”.

Se refiere a la casera, “sanguijuela que pretende que le adeudo puertas y ventanas”. “No hay peor desgracia”, remataría Léon Bloy, “que necesitar a los hombres. En seguida eres crucificado a la izquierda de Jesús. Ni una sola carta, ni un solo amigo, ni un céntimo. El ejercicio de la libertad consiste en despojarse de la propia voluntad”.

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