La baja estima de la poesía francesa actual era tal que hasta este año, según los propios editores del libro (Flammarion), no existía una antología dedicada al género desde 1960, fecha de fundación de Oulipo, el taller experimental que fue su último gran producto de exportación. Un nouveau monde. Poésies en France, 1960–2010, de Yves di Manno e Isabelle Garron, es una anchurosa muestra donde nos enteramos de que más allá de Yves Bonnefoy y Jacques Roubaud, hay salvación. Pepenando aquí y allá, ratifican su presencia no sólo Georges Perros y Bernard Noël sino un picardo, Ivan Ch’Vavar (1951), autor de una admirable fantasía sobre Hölderlin y otros mucho más jóvenes. En la antología de Flammarion no está Michel Houellebecq (1958), el famoso novelista y polemista, que se tiene por poeta y autor de Non réconcilié, 1991–2013 (2014), su antología personal recién traducida al inglés por Gavin Bowd en una edición bilingüe de Farrar, Strauss and Giroux, bajo el título de Unreconcilied.

La poesía de Houellebecq, como la escrita por Roberto Bolaño, es vista con desconfianza. En ambos casos, aunque la del chileno sea más anterior que simultánea a su éxito como novelista, priva el prejuicio de que quien mucho abarca poco aprieta. Estos famosos narradores bien harían, o hubieran hecho, en cultivar su huerto sin entrometerse en los terrenos del vecindario. Eso se dice. Más allá de que no son los primeros novelistas en alternar la prosa con el verso, en el caso de Houellebecq es notoria su intención de presentarse como poeta y no como quien ensaya con la poesía aquello que florece (la palabra es antihouellebecquiana) en sus novelas, mismas que a mí no han acabado de convencerme, por su reciclaje de la ya más que cincuentona náusea existencialista, aunque Sumisión (2015), su distopía de una Francia gobernada por los musulmanes, por su carácter de estudio de conversión religiosa, me pareció una buena novela, muy templada dada la islamofobia que ha llevado a su autor hasta los tribunales, donde salió airoso.

Los mejores poemas de Houellebecq son los de los años 90, los del joven rabioso más cerca de Dylan Thomas que de Charles Bukowski y va desarrollando su mejor veta, la que proviene de Lovecraft. Es curioso que dos de los novelistas más célebres de la Francia de hoy le deban mucho a un par de escritores situados en los llamados subgéneros de los Estados Unidos: el fabulador del Necronomicón y sus criaturas es para Houellebecq lo que Philip K. Dick para Emmanuel Carrère. En el mundo lovecraftiano —gelatinoso y “no eucliadiano”— encuentra Houellebecq algo más que una metáfora de la mutación informática en que vivimos. Las redes le gustan porque le recuerdan a la bestialidad de las fiestas de pueblo. Pero teme a la genética que, según él, advendrá todopoderosa, colocándonos en la post humanidad.

Pertenece Houellebecq a la literatura francesa conservadora, enemiga del liberalismo y su imperio crematístico, aunque en él, su “íntima tristeza reaccionaria” no se dirige al edén rural, sino a formas de convivencia fraterna, sean las del fallecido comunismo en su carácter solidario o las de una Francia profunda ajena al multiculturalismo, lo cual lo vuelve incómodo en la izquierda y en la derecha. Por pereza, en su detestación de la postmodernidad urbana, sus editores y algunos críticos han comparado, desfachatados, al Houellebecq poeta con Baudelaire. Honor inmerecido: nuestro contemporáneo no tiene spleen ni ideal y en no tenerlos basa no sólo su poética, si la hay, sino su retórica. Ni le asombra ni le seduce la modernidad o sus transformaciones. Le fastidian. Pero el fastidio no es suficiente para llegar a l’ennui.

Puede escribir sonetos alejandrinos muy bien hechos pero ello se debe a que todo buen estudiante francés está mejor formado en el dominio puntual de casi todas las formas de escritura que cualquier otro en Occidente. Pero es natural la tendencia de Houellebecq y de otros poetas no tanto de su generación sino de la anterior, a descreer de la perennidad de las vanguardias, refugiándose en formas tradicionales. Las marinas de Houellebecq no le salen. Eran mejores las de Toulet hace un siglo. En cambio, estando a bordo de los veloces TGV, Houellebecq escribe sus mejores poemas. Lo suyo es la huida, no la contemplación, aunque sepa que en el mundo de hoy no se puede ir demasiado lejos como lo prueba en aquel poema en que se detiene a mirar un teléfono celular, barato, tirado en una playa.

Empero, éste neo existencialista, como va avanzando la escritura de sus poemas, se convierte, fatalmente, en un cursi. Encarrilado en el tono elegíaco, no le molesta declararse enamorado (o peor desenamorado) y dedicarle a una Véronique, por ejemplo, lo siguiente: “Yo leía una extraña dolencia en tus ojos/ y yo estaba tan feliz en mi nicho;/ Era un sueño tierno y verdaderamente luminoso, / Tú eras mi amante y yo tu perrito”.

La deriva sentimental del maldito, sobre todo si es poeta, por compensación es ineluctable y la habitual acritud del novelista (no siempre desencaminado y a ratos muy aguda), no puede sino buscar el seno del amor y de las mujeres: el paraíso perdido. Houellebecq es capaz de declarar cosas horribles sobre el amor burgués pero nunca de escribir unos versos tan audaces como aquel de Perros, en que ahíto de amor sube a la habitación de la amada y cuando la ve, pensando en el amor-infierno subsecuente al amor-amor, se da la media vuelta, cierra la puerta y se refugia en la cocina. Houellebecq, en cambio, cree, como poeta, en el amor y esa legítima creencia a veces lo acerca a la condesa de Noailles o a Paul Géraldy. En ese registro prefiero a Catherine Pozzi (1882–1934), quien pasó a la historia por haber sido amante de Valèry y no por sus inolvidables trenos.

Poeta de los supermercados, visitante de los basureros, piadoso con los teporochos y asqueado ante los gerentes que salen a comer de sus oficinas y se pierden en el bullicio, los odiados pequeñoburgueses de siempre aspirando a dejar de serlo, novelista aterrado ante las mutaciones del hombre en el siglo XXI, Michel Houellebecq, como vate, sufre del síndrome del monstruo de Frankestein, criatura artificial hecha de artilugios del galvanismo y de la electricidad, de fluidos repugnantes, pero que aun así —deforme y horrendo— busca el amor, la comunicación.

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