El 28 de septiembre de 1849, Edgar Allan Poe llegó al puerto de Baltimore y vagó durante algunos días hasta su muerte, el 7 de octubre. Se ignora bien a bien lo ocurrido con Poe en ese lapso y una de las posibilidades barajeadas es que, aunque pretendía dejar de beber afiliándose a una liga por la temperancia, agentes electorales, en un país entonces caracterizado por el fraude, lo emborracharon para hacerlo votar, varias veces, por alguno de los candidatos en liza.

El destino del electorado mexicano es similar al de Poe. A su aún no del todo consolidada convicción democrática la acechan con brebajes mortales todos los políticos, para emborracharlo, ni siquiera con las consabidas promesas, sino con un lenguaje tóxico caracterizado por los eufemismos, las mentiras piadosas y las estridencias verbales tomadas de la vulgata histórica. Tanto o más dañino es ese lenguaje, antídoto de cualquier educación liberal, que el travestismo político o la postulación de impresentables ídolos populares a cargos de elección, sin importar no ya la ideología, bueno fuera, sino el mínimo decoro.

Insisto. Ninguna palabra ha hecho tanto daño como la utilización de la palabra “ciudadano” para disfrazar políticos y tecnócratas enojados o resentidos o en el mejor de los casos, simplemente personajes apartidistas con ganas de dejar de serlo. Va de nuevo. Ciudadanos somos todos, desde el Presidente de la República hasta el más humilde de nuestros compatriotas y aquel, lo mismo que el segundo, al hacer política, a su condición irrenunciable de ciudadano, suma la de político. El frente de Anaya no fue nunca ciudadano ni podía serlo; Meade era y es un político, con o sin credencial y los tres independientes más conspicuos huyeron desconsolados de sus organizaciones para formar, sobre la marcha, otras. Triunfador, Macron hizo un partido y se apoderó de la Asamblea Nacional francesa. Triunfador, otro independiente, Fujimori, formó un aparato político que aterrorizó una década al Perú.

No existe tal cosa como la “ciudadanización de la política” pues hacer política es un derecho y hasta una obligación ciudadana. Los ilusos creen que hacer “buena política” es saltarse a las burocracias partidarias para crear las propias, rebautizados por esa ciudadanía dizque impoluta. La falsa malicia creyó que Meade, por ser “ciudadano” limpiaría al PRI de su achacosa cleptocracia. No necesitamos políticos disfrazados de corderos, sino políticos asumiéndose como lobos, y como tales, vigilados por las burocracias partidarias. Éstas, como previó Weber, son inevitables, pero cuando la división de poderes es virtuosa, las azuza y las somete con su látigo. Nuestros constitucionalistas podrían orientarnos sobre la discusión española ante los rutinarios casos de corrupción del Partido Popular, en la cual se ha propuesto hacer legalmente cómplices a las direcciones de los partidos de los delitos cometidos por quienes ungieron como candidatos y una vez electos, robaron. Necesitamos políticos profesionales, es decir, lobos sin piel de oveja. Su apetencia de poder la garantiza la ley.

Si aquello de “ciudadano” se volvió un eufemismo con la alternancia, en el pasado hablar de “sociedad civil”, equivalía a nombrar a todo aquello ensalzado o aborrecido por la opinión pública, habitualmente progre, de la Ciudad de México. Hoy día, con una izquierda en la edad de las cavernas, otra palabra, no por provenir del año de la castaña, menos tóxica, refiere al “pueblo”, cuya sabiduría, se nos advierte, hará gobernador del sufrido estado de Morelos a un personaje soez. Si los morelenses lo eligen no será, desde luego, por sabiduría, pues ni ser “ciudadano” ni ser “pueblo”, es garantía de bondad o buen gobierno. El electorado se equivoca tanto como los políticos. ¿Por qué? Porque, en los medios, no debatimos políticas públicas, sino trasmitimos spots donde nos venden “ciudadanos” atenidos a la bondad del pueblo.

Otras palabras tóxicas provienen de la churrigueresca legislación electoral mexicana, como la que obliga a llamar “precampaña” a lo que ya es, desde fines del año pasado, una contienda electoral a pleno sol. Ante la indiferencia de las autoridades electores, acaso sólo impotentes, los candidatos hacen precampaña contra nadie, pues en el PRI y en Morena se procedió al dedazo mientras que los panistas disidentes, nostálgicos de la competencia interna, se dejaron sojuzgar. Llamar “precampañas” a lo que padecemos es reafirmar que las palabras pertenecen al orden de la mentira.

Finalmente, están las palabras sacadas de la historia reciente y aplicadas sin respeto por quienes fueron víctimas de negros episodios en el pasado. “Guerra sucia” fue el combate ilegal entre el Estado y la guerrilla, en los años setenta del siglo pasado. Aquel conflicto arrojó atentados, secuestros, latrocinios, asesinatos, desapariciones y torturas. Pero, cada vez que son ofendidos o simplemente rebatidos, nuestros políticos se quejan de “guerra sucia”, de linchamiento y otras exageraciones cuando, por desgracia, nuestro mundo se caracteriza por las “tormentas de mierda”, ocurridas por lo general en las redes sociales y por las cuales han de atravesar, de vez en cuando, lo mismo algunos ciudadanos que muchos políticos.

Los agentes electorales, como a Poe, nos dejarán muertos por intoxicación. Y como en el caso del escritor estadounidense, seremos corresponsables de nuestro destino por aceptar los tragos.

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