La decepción cunde entre el electorado de izquierda y no es para menos. El espacio del centroderecha, frente a las próximas elecciones presidenciales, aparece congestionado, con Meade, dos probables independientes (Margarita Zavala y el apodado Bronco) y el panista Ricardo Anaya, quien experimenta con una concertación a la chilena que le dará —especulo— muy pocos votos venidos del PRD, cuya clientela, a la hora de la verdad, se inclinará disciplinadamente, aún de mal humor, por López Obrador. Peor todavía: la alianza de Morena con el partido más a la derecha del espectro político, el de los evangélicos, ha sido una bofetada para los sectores más liberales de nuestra izquierda o lo que de queda ella. Estos, me temo, también se taparán las narices y le darán su voto de confianza a quien con cierta probabilidad pretenderá convertirse en el dictador de México.

La alianza con los evangélicos del PES desnuda a López Obrador. Conservador por instinto y formación, tomó una más de las decisiones innobles, que dirigidas contra su propio electorado, suele llevar a cabo, convencido de su presciencia. Para su voluntad de poder, no es una mala decisión. Sabe —o lo asesoraron muy bien— que adoptar la agenda de la izquierda universitaria, por más que ésta se haya alejado del campus e irrigue a sectores cada vez más amplios, hundió a Hillary Clinton y a los socialistas franceses. Al ánimo del votante popular esos temas no lo cautivan. En cambio, el voto evangélico proviene de un sector religioso cada vez más influyente, que a diferencia de nuestro polimorfo y paganizante catolicismo, destaca por su conciencia social y su ánimo de participación política. Pero López Obrador deberá andarse con cuidado jugando al aprendiz de brujo. En el Brasil, no pocos evangélicos, entonces blancas palomas, se dejaron querer por Lula y en el camino se volvieron una fuerza reaccionaria, que descontrolada, en mucho contribuyó a desalojar al PT del poder en 2016.

Sí, sí hay izquierda en la boleta. La peor de las izquierdas. Carismática, nepotista, anacrónica, estatólatra. Hasta ahora, López Obrador tiene los defectos de Evo Morales (su homofobia) pero no su entendimiento —líder sindical de origen y no en balde, como Lula— de que las finanzas han de ser conducidas con tiento y raciocinio. Como Daniel Ortega (a quien es difícil encontrarle virtudes), el dueño de Morena, si es capaz de aliarse con el PES, podría volverse, de acuerdo a la jerarquía católica, un antiabortista contumaz en los hechos y no sólo en la retórica. Su simpatía por el chavismo permanece incólume. Es devoto de los Castro y de Guevara como tantos nacionalistas revolucionarios. No se engañen: López Obrador, el candidato permanente, es la izquierda que tenemos y acaso la que merecemos.

Hubo otro izquierda, moderna y socialdemócrata, que nunca ha prendido en México, sostenida por quienes se opusieron a la liquidación del Partido Comunista en 1981, por personajes notables como José Woldenberg, por un Gilberto Rincón Gallardo y hasta por Marcelo Ebrard, un indeciso profesional como su maestro Manuel Camacho, deshojando actualmente la margarita de si se sube al carro morenista o se mantiene disfrutando de la vida familiar. Pudo, pero no quiso, hace seis años. El sometimiento, de quienes han podido encarnar un proyecto socialdemócrata y de los marxistas de todas las obediencias al nacionalismo de la Revolución mexicana, ha dado como resultado que no tengamos aquí, en el siglo XXI, ni a una Bachelet ni a un Mujica.

No habiendo sido nunca simpatizante de los neo-zapatistas ni tampoco “anticapitalista”, lamento la improbabilidad de que María de Jesús Patricio aparezca en la boleta. No lo estará gracias a las mentes diabólicas del INE que diseñaron la aplicación para recolectar firmas para los candidatos independientes, pero también por culpa del sectario subcomandante Marcos. Sí, ese pintoresco personaje del pasado fin de siglo, que habiendo tenido rendida a la Ciudad de México para la causa indígena, en la primavera de 2001, una vez que vio rechazada su ley de autonomía por el Congreso de la Unión, corrió a encerrarse, maníaco depresivo, a Las Cañadas chiapanecas. Acto seguido, boicoteó elecciones, lanzó una anodina campaña alternativa en 2006, se amistó en Europa con los etarras y la ultra italiana, plantó cara al recién asumido Peña Nieto con una pantomima maoísta y todo para cambiar de pseudónimo y hacer mutis.

El subcomandante y su EZLN dejaron colgada a una “sociedad civil” a la cual le habían prometido, desde 1996, su transformación en una fuerza política–electoral, una fuerza la cual hoy día —legítima y vigente— arroparía a la candidata tapatía, cuyo programa, más allá de la visibilidad siempre urgente para los indígenas, ofrece algo radicalmente distinto que el resto de los candidatos. Hay una sola izquierda en la boleta, la peor y quien le drenaría, aquí y allá, votos a Morena, no estará a disposición del electorado. Será una lástima que miles de votantes, incómodos ante el frente de Anaya y desafectos a López Obrador, carezcan de una candidatura más a la izquierda.

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