Naturalmente, no habrá un solospoiler en esta columna, lector querido, asiduo a las series, cinéfilo y lector. Pero podemos partir de un hecho: a estas alturas, luego de la transmisión del episodio final de la última temporada de Juego de Tronos casi nadie encontró la paz que buscaba.

El cierre de la historia, sin embargo, se vuelve lógico ahora que a toro pasado podemos ir uniendo pieza tras pieza de ese rompecabezas prodigioso que fue la serie. Pero cuando le tomamos cariño a un trabajo televisivo como Juego de Tronos es muy difícil aceptar, primero, que ha terminado. Y, segundo, que nuestro gallo no fue quien se quedó con la mejor parte. Esto es: que no hubo un final feliz al edulcorado estilo de Disney, sino que los hechos al interior de la historia comenzaron a torcerse de tal modo —lógico, permítame insistir, nada caprichoso— que todas las especulaciones respecto a los ganadores y los perdedores no sirvieron para nada. O casi para nada: demostraron el interés masivo de millones y millones de televidentes que hicieron suya la historia de George R.R. Martin adaptada para la pantalla casera y aguardaban con ansia de la mala el nuevo sobrecito semanal.

Aquí, el camino da una vuelta pronunciada: si me permite llamarlos así, haya dos mundos parecidos pero no idénticos: el de las novelas que conforman la hasta ahora inconclusa serie bibliográfica de Juego de Tronos, y la serie propiamente dicha. De por sí, narrar en una temporada todo lo que pasaba en uno de los volúmenes, el que usted elija, era una tarea imposible y por eso el trabajo se llama adaptación. Y al adaptarlo, algunos personajes cobran más color, fuerza y relevancia que otros que son tanto o más interesantes. No es justo, en efecto, pero es que una adaptación no está pensada para ser justa sino para crear otro mundo, otra forma de contar la esencia de la misma historia pero sin muchos de los detalles que conforman la fuente original. A cambio, al cinéfilo o al televidente se nos ofrece, en el mejor de los casos, un producto visual que no desmerece en nada al lugar de donde proviene, como la adaptación cinematográfica de El nombre de la rosa, de Umberto Eco, contra la cual hay poco que decir salvo que el detallado fino no está porque no puede estar: es otro lenguaje y emplea otras convenciones.

La serie que nos ocupa sí se apega al espíritu de las novelas en que se sustenta, algo nada sencillo porque la creatividad del enorme R.R. Martin es laberíntica, muy colorida en ocasiones y en otras oscura, atentísima al detalle no sólo de las acciones que conforman a sus personajes sino de los hechos pequeños que van modelando no sólo la historia general sino las múltiples historias de los reinos y de las mitologías que cada uno lleva a cuestas. Martin tiene la mente maestra de un antiguo relojero que no conforme con su oficio se sostiene en él para crear seres que funcionan al inicio con la mecánica de un reloj y luego, cuando los deja andar por el mundo que les ha creado, les prende el alma y tenemos ante los ojos de lector, ante nuestros ojos, a personajes que se convierten en personas.

Pero, oh, madre de todas las desgracias: sobrevino lo impensable: la serie rebasó en cuanto a temporalidad y a hechos a las novelas, las dejó atrás y empezó a cabalgar en su propia montura, ciertamente guiada de acuerdo con las reglas de Martin, pero ya no basada en una novela firme y concreta. Para entonces, el fenómeno de Juego de Tronos era ya mundial, y lo único que le pedíamos a la inexistente providencia los adictos a la saga era que el autor vigilase sus niveles de triglicéridos, colesterol y azúcar, que su electrocardiograma saliera tan limpio como el de un hombre de 20 años dedicado al deporte de alto rendimiento. Lo queríamos vivo y saludable, pues, para que si de todos modos se iba a terminar el hechizo que nos vendió —y que nosotros compramos como yonquis y nos lo pusimos directo a la vena—, al menos fuera exactamente bajo sus honorables leyes de escritura.

Pero el libro que debía dar el cerrojazo a la enorme historia no llegaba, y no llegaba y no llegó y a saber cuándo llegará. Por eso es que Juego de Tronos tiene un final, pero no es el único ni es el definitivo: el verdadero estará en el último volumen que le dedique, que lo mismo puede ser uno que dos o tres porque con Martin y su monstruosa capacidad escritural no sabe uno a qué atenerse salvo a que la droga de su prosa surta efecto.

Así que la esperanza ahí está: la esperanza, ésa que muere al último, es un dragón nada sencillo de vencer. Por lo pronto, la televisora ofreció metadona para ir aterrizando y dejar las drogas duras a través de precuelas y desarrollo de historias secundarias, pero no basta porque los seres humanos, todos, buscamos soñar despiertos a costa de lo que sea, y las series televisivas son para ello la mejor forma contemporánea a la par que la literatura.

Así pues, alabado señor George R.R. Martin: háganos llegar la última dosis de su pócima a velocidad de crucero, o lo que es lo mismo para que lo sepan en su momento los mexicanos que todavía usan biberón: ¡Fierro por la 300!

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