1. Un sujeto que ha de morir tres veces, al menos dos de ellas en público, ante la gente.

En otro lado de la ciudad, un tipo metódico que opera por números, exhaustivamente entrenado en el manejo de combate en zonas urbanas, con muchas horas en el campo de tiro y otras tantas en el estudio del objetivo —siempre algún hijo de mala madre que sobra en este mundo—. Una tarifa elevada. Y un sobrenombre que es muchas veces peor que un infarto masivo al miocardio: Icebreaker.

2. Todo esto pasó hace ya un tiempo, mitad de la década de los 90. El escribidor y el prosista, cuyo nombre trataremos con respeto, se encontraron en una redacción. El escribidor prestaba ahí sus servicios, y el prosista, algunos años mayor que el primero, fue invitado para auxiliar en el cuidado de la edición de parte de las planas periodísticas que conformaron aquella memorable época.

No eran precisamente épocas de abundancia para ninguno de ellos dos ni casi para nadie que se desempeñara en aquella área del diario. Así que no era extraño que dos veces a la semana el escribidor y el prosista se dejaran aparecer por una tortería del sitio. En realidad, la única en muchas cuadras a la redonda. Ni siquiera el recuerdo puede embellecer al sitio, pero las de queso blanco y las de jamón cortado como papel Biblia, jamás le hicieron daño a nadie.

Esos lapsos fueron suficientes para forjar las bases de la camaradería.

3. La misión del Icebreaker era complicada y requería de todo un aparato de elementos que no eran sencillos de conseguir. Aparte, era necesario estudiar el terreno, realizar las mediciones, anotar las rutinas, tener a mano un par de vías de escape, monitorear con sigilo el paso de vehículos indeseados y determinar un horario preciso para que las acciones de esa triple muerte en una sola persona no causaran absolutamente ninguna molestia a los transeúntes.

El escribidor, prendado con esta historia en ciernes, hizo todo ese trabajo de zapa, paso a paso, semana tras semana, y le dio, íntegra, esa información a su personaje sin que éste se diera cuenta: en el cerebro del Icebreaker todas aquellas faenas las había realizado él y era mejor que así lo considerara para que el texto final tuviera el verismo que la naturaleza del relato exigía.

4. —¿Tienes algo para publicar? —le preguntó cierto día de pago, luego de un par de cervezas, el prosista al escribidor.

—Publico todos los días.

—Me encargaron una antología: participa. Se trata de presentar un cuento. La idea es reunir una docena o más, si se puede.

Al escribidor le habría gustado recordar que aquella charla se daba en un sitio magnífico. Pues no: era la única cantina a mano, pinchísima, y si recalaban ahí de vez en vez para cruzar un par de cervezas era porque cualquiera desconfiaría de la procedencia de las botellas de los escasos destilados a la venta. Así que no siempre se cierra un trato de orden literario con un tinto que lleva dos años en barrica y uno más de reposo en botella. Tampoco pasaba nada: la historia de la literatura nacional está llena de páginas no escritas que narrarían muchas historias parecidas. Al menos aquel día de botana tenían una bolsa de cacahuates enchilados, que con antelación adquirieron en una miscelánea vecina.

5. El Icebreaker cumplió también, por su parte. Y el escribidor le dio una segunda ayudada narrativa al ir contrapunteando su accionar con el de un depredador por naturaleza. Otro, muy distinto, que actúa por instinto y cuyas acciones son naturales e inocentes.

A ojos de su autor, aquel relato había quedado casi a punto. Un último repaso por el lugar de los hechos le permitió brindar detalles tácticos que apoyaran al milímetro el lance.

6. Y entonces sobrevino para el personaje algo muy parecido al limbo: una vez entregado el texto, que el prosista recibió con agrado y sumó a otros que conformaban ya una buena parte de la antología, los caminos de escribidor y prosista se vieron separados, como a veces ocurre laboralmente.

Al paso de los años, el escribidor no tuvo noticia del Icebreaker. Quizá fue publicado con otro nombre, digamos Rompehielos aunque eso le habría quitado fuerza al personaje.

El escribidor y el prosista se vieron de lejos una década más tarde, ahora sí en un lugar magnífico, bajo unas condiciones del todo diferentes, a varias mesas de distancia. El escribidor pensó que en cuanto en su mesa pidieran la enésima de Malbec, habría un tiempecito para acercarse y preguntar por el destino del Icebreaker. Pero no fue posible y cada quien se fue por su lado luego de haber cruzado un cordial saludo a la distancia.

7. Al escribidor le habría honrado dar a conocer en este espacio al Icebreaker, pero ese archivo debió irse en uno u otro ordenador de los que han pasado por su espacio de trabajo.

Hace un año el prosista falleció, para tristeza de quienes lo conocieron, con una bibliografía muy amplia y varios premios ganados con merecimiento.

8. Así que como ha cantado el poeta cubano que perdió a su unicornio, lo dice ahora el escribidor respecto del Icebreaker: “Si alguien sabe de él, le ruego información…”

@cesarguemes

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